19 de septiembre de 2024

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Un terrible panorama: Lo peor de la ley sobre detenciones.

Por: Chris Floyd.

13 de octubre de 2006

[Traducido del inglés para La Haine por Felisa Sastre] Pregonando sus éxitos en la guerra contra el terrorismo, Bush afirmó que “se habían detenido en todo el mundo más de 3.000 sospechosos de terrorismo” y “muchos otros han sufrido otro destino”. Su rostro en ese momento ofreció su característica expresión lasciva, esa extraña y enfermiza sonrisa que muestra siempre que habla de matar a la gente: “Sigamos por este camino y ya no habrá problemas.”

No hay ni una semana, ni un día ni una hora, en los que la tiranía no pueda apoderarse de este país si el pueblo pierde su confianza en sí mismo y renuncia a su rebeldía y a su espíritu combativo. (Walt Whitman).

1.

En verdad, el jueves fue un momento oscuro cuando el Senado de Estados Unidos votó acabar con la República constitucional y convertir el país en un “Estado del Líder”, al conceder al presidente y a sus representantes el poder de capturar, torturar y encarcelar sine die a cualquiera- incluidos los ciudadanos estadounidenses- a quien arbitrariamente decidan que es un “combatiente enemigo”. Incluidos aquellos que sólo presten al “terrorismo” algún tipo de “apoyo”. Apoyo definido de una forma tan vaga que puede afectar, según muchos expertos, a los abogados, a las donaciones desinteresadas de carácter benéfico o, incluso, a la oposición política al gobierno de Estados Unidos incluidas sus severas críticas.

Todo ello es lo suficientemente malo- una enfermiza y cobarde rendición de las libertades, jamás vista en un importante democracia occidental desde la Enabling Act1 (1) aprobada por el Reichstag alemán en marzo de 1933. Pero con todo, no constituye la parte principal de nuestra degradación. En realidad, es más terrible, y más repugnante, de lo que la mayoría de la gente imagina. Porque además de los poderes dictatoriales otorgados el jueves por el Congreso a George W. Bush para detener y torturar- poderes que de todos modos ya ha ejercido durante cinco años, incluso sin esta cobertura de vergonzosa legalidad- existe un todavía más siniestro poder imperial que Bush ha exigido- y usado- públicamente, sin que se haya producido ningún debate ni duda por parte del Congreso: el ordenar la ejecución de “asesinatos extrajudiciales” de cualquier habitante del planeta que él y sus representantes decidan- de forma arbitraria, sin cargos, ni juicio, sin pruebas y sin recurso posible- que es un “combatiente enemigo”.

Así es: desde los primeros días de la Guerra contra el Terrorismo- para ser exactos, desde el 17 de septiembre- Bush ha exigido el poder absoluto sobre la vida y la muerte del mundo entero. Si él asegura que eres un enemigo de Estados Unidos, lo eres. Si quiere encarcelarte y torturarte, puede hacerlo. Y si decide que mueras, te asesinará. No se trata de una hipérbole, ni de una paranoia liberal ni de una “teoría conspirativa”: es simplemente un hecho, del que han informado los principales medios de comunicación; que han atestiguado importantes figuras del Gobierno; que están recogidos en documentos gubernamentales- y de los que ha alardeado el propio presidente, ante el Congreso y ante todo el país en la televisión.

Y aunque la ley que ha acabado con la República, y que acaba de aprobarse en el Congreso, no afecta directamente a la prerrogativa actual de Bush para asesinar, sin embargo la refuerza y la legitima, ya que la medida establece claramente que, a partir de ahora, la valoración del status de “combatiente enemigo” queda exclusivamente en manos del Ejecutivo: ni el Congreso ni los Tribunales tienen nada que decir sobre el asunto. Al unirse esta nueva ley a las ya existentes “órdenes ejecutivas” que autorizan el uso de la “fuerza letal” contra los arbitrariamente calificado de “combatientes enemigos”, se convierte, con el beneplácito del Congreso, casi literalmente en una licencia para matar.

¿Cuán arbitrario es este proceso que va a dirigir nuestras vidas y libertades a partir de ahora? Dave Niewert en Orcinus ha puesto de manifiesto su naturaleza totalmente despótica. En un artículo de diciembre del 2002 en el Washington Post, el entonces Procurador General, Ted Olson, describía el caos en el núcleo del proceso con admirable sinceridad:

“No existe posibilidad alguna de exigir que el ejecutivo explique sus criterios en la decisión de calificar a alguien como “combatiente enemigo.” “No existirán 10 normas procesales que lo desencadenen o que le pongan fin”, decía Olson en la entrevista. “Habrá análisis, intuiciones y opiniones y se tendrán que poner en marcha actuaciones del Ejecutivo que probablemente cambiarán de un día a otro, según las circunstancias.”

En otras palabras, lo que hoy se puede decir o hacer con seguridad, puede poner en peligro tu libertad o tu vida, mañana. Nunca puedes saber si estás dentro de la ley porque la “ley” no es otra cosa que el capricho del Líder y de sus subordinados: sus “intuiciones” determinan tu culpabilidad o tu inocencia, y esos cambios de humor pueden variar día a día. Esta incertidumbre es la verdadera esencia del despotismo, y ahora, formal y oficialmente, constituye la base de la conducta del gobierno de Estados Unidos.

Y, subyacente a este monumento a la tiranía, se encuentra la prerrogativa del asesinato por orden presidencial. Quizás la enormidad de esta monstruosa perversión de la ley y de la moralidad no se haya comprendido en su totalidad. A mucha gente puede parecerle increíble: ¿un presidente que da la orden de disparar como si fuera un capo de la Mafia? Sin embargo, esa es nuestra realidad y lo ha sido durante cinco años. Para superar lo que parece una disonancia cognitiva muy extendida sobre este asunto, sólo necesitamos analizar los hechos- hechos, por otra parte, recogidos en su totalidad de fuentes públicas, accesibles en los medios de masas. No existe nada secreto o que suscite controversia, nada que cualquier ciudadano medio pueda desconocer, si quiere conocerlo.

2.

Seis días después de los atentados del 11-S, George W. Bush firmó una “orden presidencial” por la que autorizaba a la CIA a asesinar a aquellos individuos calificados por él como terroristas y que por ello debían morir. No era en sí misma una innovación radical: según informaba en octubre de 2001 el Washington Post, el equipo de juristas de la Casa Blanca de Bill Clinton había elaborado informes que confirmaban el derecho del presidente a emitir “una orden en defensa propia para asesinar a un enemigo de Estados Unidos,” a pesar de la prohibición legal del asesinato. El equipo de Clinton basaba su dictamen en el “poder inherente” al “Comandante en Jefe”, ese concepto mítico y siempre elástico al que Bush ha recurrido una y otra y vez para defender sus propias vulneraciones constitucionales.

Al parecer, Clinton nunca llevó a cabo la estrategia de los “asesinatos selectivos”. A pesar de los dictámenes a favor de los asesinatos, Clinton continuó con la tradicional política de los presidentes anteriores de bombardear a un montón de civiles siempre que quisiera repartir a diestra y siniestra golpes contra un líder recalcitrante o proscrito internacional- tal como hizo con el bombardeo de la fabrica farmacéutica sudanesa en 1998, o con los dos ataques masivos que lanzó contra Iraq en 1993 y 1998, o con la ruina y la muerte deliberadamente infligidas contra las infraestructuras civiles en Serbia durante el castigo colectivo del país por los crímenes de Slobodan Milosevic. En aquellos casos, Clinton siguió el ejemplo establecido por George H.W. Bush, quien asesinó a centenares, o quizás miles, de civiles panameños para detener ilegalmente a Manuel Noriega en 1998, o el de Ronald Reagan, que asesinó a la hija adoptiva de dos años de Moammar Gadafi y a otros cien civiles en el ataque de castigo contra Libia en 1986.

El joven Bush, por supuesto, iba a superar todos esos ataques filibusteros con sus agresiones masivas contra Afganistán, en las que asesinó a miles de civiles; y en la posterior orgía de muerte y destrucción en Iraq. Pero también quería el poder de asesinar a personas concretas según sus deseos. Al principio, el programa de asesinatos quedaba restringido a las órdenes directas del presidente, dirigidas a objetivos determinados, tal como sugerían los memorandos de Clinton. Pero enseguida, según informaba el Washington Post en diciembre de 2002, el arbitrario poder sobre la vida y la muerte se delegó en los agentes sobre el terreno, a partir del momento en que Bush firmó órdenes que permitían a los asesinos de la CIA llevar a cabo sus crímenes sin pedir la autorización presidencial para cada uno de los atentados. Tampoco fue necesario por más tiempo que el presidente autorizara la inclusión de nuevos nombres en la lista de objetivos: los “órganos de seguridad” podían designar a los “combatientes enemigos” y asesinarlos como tuvieran a bien. No obstante, según aseguraron al Washington Post funcionarios del Gobierno, Bush siempre estaba dispuesto a recibir los informes sobre el trabajo sucio de la Agencia.

La primera vez que se hizo uso de este poder, confirmado oficialmente, fue el asesinato de un ciudadano estadounidenses, junto a varios otros extranjeros de diversas nacionalidades, mediante un misil de la CIA el 3 de noviembre de 2001. El 4 de diciembre de 2005, se produjo un atentado similar cuando otro misil de la CIA destruyó una casa y, supuestamente, asesinó a Abu Hamza Rabia, sospechoso de ser un dirigente de Al-Qaeda. Sin embargo- de acuerdo con un reportaje de Reuters-, los únicos cuerpos encontrados allí fueron los de dos niños: el hijo del dueño y un sobrino. Según informaron funcionarios pakistaníes, el desesperado padre negó cualquier relación con el terrorismo. En un atentado anterior de la CIA contra otra vivienda, no se encontró a Rabia pero se asesinó a su mujer y a sus hijos.

No obstante, no existe en estos momentos un método sencillo de conocer cuántas gentes han sido asesinadas por los agentes estadounidenses que actúan al margen de la ley. La mayoría de los asesinatos se llevan a cabo en secreto: profesional y cautelosamente. Tal como revelaba un documento del Pentágono, desvelado por el New Yorker en diciembre de 2002, los escuadrones de la muerte deben ser “pequeños y ágiles”, “capaces de actuar de forma clandestina, aprovechándose de una serie de disposiciones oficiales y no oficiales para...entrar en cualquier país de forma clandestina.”

Más aún, existen graves indicios de que la administración Bush ha contratado algunas de estas operaciones en el exterior con agentes a sueldo extranjeros. En el reportaje original del Washington Post sobre los asesinatos- en aquellas primeras semanas enloquecidas que siguieron al 11-S, cuando los funcionarios del Gobierno estaban mucho más decididos a traspasar el “lado oscuro”, tal como Cheney se jactó en la televisión nacional- personas cercanas a Bush dijeron al periódico que “también es posible que el instrumento para llevar a cabo asesinatos selectivos fueran agentes extranjeros, calificativo que la CIA emplea para gentes ajenas a la organización que actúan en su nombre.

Aquí encontramos el eco letal del programa de “capitulación” que envió a muchos detenidos a centros de tortura de Siria, Egipto y de otros lugares, en los que se encerró a muchas personas a quienes después se consideró oficialmente inocentes, como el empresario canadiense Maher Arar, Khalid El-Masri, de nacionalidad alemana, el británico Mozzam Begg y muchos otros más. Fueron encarcelados y torturados a pesar de su inocencia por “errores” de los servicios de espionaje. ¿Cuántos más habrán caído víctimas de los escuadrones de Bush por razones similares?

Así que hemos llegado a este punto. El Congreso acaba de convertir en ley la dictadura del principio del “Ejecutivo único” de Bush. Un principio que respalda el programa de los asesinatos. Como escribí en diciembre, resulta difícil creer que cualquier verdadera democracia aceptara una exigencia de su líder que podría llevar a la muerte a cualquiera por el simple hecho de ser etiquetado como “enemigo”. Resulta difícil creer que cualquier persona adulta con el más mínimo conocimiento de la naturaleza humana pudiera aprobar semejante ilimitado y arbitrario poder, a sabiendas del daño que, con toda seguridad, va a provocar. Sin embargo, es esto exactamente lo que los grandes y notables han hecho en Estados Unidos.

Pero nada de esto debería producir sorpresa. Ellos lo sabían desde siempre y no sólo han aprobado los escuadrones de la muerte de Bush sino que incluso los han glorificado. Voy a terminar con un párrafo más de aquel artículo de diciembre, que por desgracia tiene mayor actualidad incluso en nuestra degradada situación de hoy. Se trata de una descripción de una de los más repugnantes sucesos en la reciente historia de Estados Unidos: el discurso del Estado de la nación, pronunciado por Bush en enero de 2003, emitido en directo a todo el país durante el frenesí belicista que precedió a la violación de Iraq:

Pregonando sus éxitos en la guerra contra el terrorismo, Bush afirmó que “ se habían detenido en todo el mundo más de 3.000 sospechosos de terrorismo” y “muchos otros han sufrido otro destino”. Su rostro en ese momento ofreció su característica expresión lasciva, esa extraña y enfermiza sonrisa que muestra siempre que habla de matar a la gente: “Sigamos por este camino y ya no habrá problemas.”

En otras palabras, los sospechosos- e incluso el Gobierno Bush reconoce que sólo eran sospechosos- habían sido asesinados. Linchados. Ejecutados por agentes que actúan sin control alguno en ese mundo oscuro en donde los espías, el terrorismo, la política, las finanzas y el crimen organizado se mezclan en una masa amorfa e impenetrable. Asesinados, quizás, por la palabra de un denunciante poco fiable: un preso torturado decidido a confesar lo que sea para terminar con su sufrimiento; un empresario rival; un enemigo personal; un burócrata que quiere impresionar a sus superiores; un chivato a sueldo que necesita dinero en efectivo; un fanático enloquecido que se mueve por odios étnicos, tribales o religiosos, o cualquier otra persona que facilita datos sin verificar que constituyen la moneda de pago en el reino de la oscuridad.

Bush sostiene orgullosamente que apoyó este horrible sistema como ejemplo de lo que él considera “el concepto de la justicia estadounidense”. Y los legisladores allí reunidos...aplaudieron. ¡De qué forma aplaudieron! Rugieron con alegría la lascivia sanguinaria del hombrecillo, como en una película machista de la serie B. Compartieron su desprecio burlón por la ley, nuestro único escudo, aunque imperfecto, contra la fuerza ciega y bruta, ignorante como la de un simio, del poder absoluto. Ni una sóla voz se elevó en protesta contra aquella tiránica política de confrontación: ni aquella noche, ni al día siguiente, jamás.

Y ahora, el 26 de septiembre, sabemos que nunca elevarán esa protesta. Sí, unos pocos demócratas se levantaron el jueves en el último minuto para adoptar una postura digna sobre el peligro de la ley de detenciones, pero lo hicieron sólo cuando estuvieron seguros de que se iba a aprobar, cuando ya habían agotado su única arma contra la aprobación, el filibusterismo, a cambio de la autorización de sus dueños republicanos para que presentaran enmiendas que sabían iban a ser derrotadas. Si hubieran ofrecido discursos parecidos desde octubre de 2001, cuando las líneas maestras de la tiranía presidencial de Bush ya eran evidentes, o en cualquier otro momento del proceso de desmantelamiento de las libertades de Estados Unidos durante los últimos cinco años, esas estupendas palabras podrían haber tenido algún efecto.

Ahora, los asesinatos seguirán. La tiranía que se ha introducido en el país crecerá con más fuerza, con mayor descaro. La oscuridad será más profunda. ¡Whitman, deberías vivir en estos momentos: Estados Unidos te necesita!

Chris Floyd es un periodista estadounidense. Sus escritos han aparecido en prensa y en Internet en todo el mundo, en periódicos como The Nation, Counterpunch, Columbia Journalism Review, Christian Science Monitor, Il Manifesto, the Moscow Times y muchos otros. Es autor de Empire Burlesque: High Crimes and Low Comedy in the Bush Imperium, y es cofundador y editor del blog político “Empire Burlesque”. Se puede establecer contacto con él en: cfloyd72@gmail.com.

(1) N.T.: Ley aprobada en el Parlamento alemán por la que se concedían plenos poderes a Hitler.

Global Reasearch, 7 de octubre de 2006