7 de octubre de 2023

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AMERICA LATINA: EL MITO DEL DESARROLLO CAPITALISTA

Por: Atilio A. Boron.

3 de marzo de 2007

(Argenpress). Hace casi medio siglo, cuando en las ciencias sociales de la época prevalecían sin contrapeso las teorías de la modernización y la de las “etapas del desarrollo económico”, popularizadas por Walter W. Rostow en su famoso libro, veía la luz un texto de Karl de Schweinitz en el que planteaba una tesis radical, totalmente a contracorriente del consenso dominante de su tiempo. Sintéticamente, ella decía que en lo concerniente al establecimiento de una democracia liberal el camino recorrido por Estados Unidos y los países más avanzados de Europa ya no podía ser transitado nuevamente por las naciones subdesarrolladas. Si bien su pronóstico sobre la industrialización era un poco menos pesimista, entre líneas el mensaje era claro: el mundo de la periferia muy difícilmente podría emular la trayectoria industrial de las potencias metropolitanas. Refiriéndose especialmente al caso de la democracia su diagnóstico era aún más terminante: “el desarrollo de la democracia en el siglo diecinueve fue el resultado de una inusual configuración de circunstancias históricas que no pueden repetirse. La ruta “euro-norteamericana” hacia la democracia está clausurada.” (de Schweinitz, pp. 10-11)

Críticas al pensamiento convencional

Por supuesto, el libro de de Schweinitz -riguroso, documentado, persuasivo- fue olímpicamente ignorado por la academia, los intelectuales “bienpensantes” y los medios de comunicación de masas. El gran público ni se enteró, y en el mundo de la periferia las pesimistas ideas de nuestro autor -que contradecían abiertamente las rosadas expectativas cultivadas por la Alianza para el Progreso y, más generalmente, la autoimpuesta misión de la Casa Blanca de “exportar la democracia” a todo el mundo- fueron totalmente desconocidas. Estamos hablando de 1964; eran las épocas en que la alternativa a la teoría de la modernización y las etapas del desarrollo económico eran una vertiente crítica de la CEPAL, encabezada por Raúl Prebisch, o bien la elaboración de los teóricos de la dependencia que comenzaba a resonar con creciente fuerza en América Latina, estimulados por la radicalidad de los pioneros planteamientos que André Gunder Frank expusiera en su clásico libro sobre el “desarrollo del subdesarrollo” en Brasil y Chile.(Frank, 1964) Fuera del mundo académico y anticipándose a él la Segunda Declaración de La Habana y el célebre discurso del Che en Punta del Este habían planteado con total claridad los límites infranqueables del desarrollo capitalista en la periferia.(1) Pero el impacto de estas ideas en el debate de las ciencias sociales no sería inmediato. Su origen “extramuros” de la academia arrojaba sobre ellas un manto de sospecha que para la ortodoxia positivista dominante las descalificaba por completo. Sin embargo, con el paso del tiempo tanto la Segunda Declaración como el discurso del Che habrían de convertirse en referencias insoslayables del nuevo pensamiento crítico latinoamericano. El libro de Rostow, cuyo título completo era Las etapas del crecimiento económico y cuyo subtítulo, privado de toda sutileza era Un manifiesto no comunista había sido publicado en inglés en 1960 y al año siguiente se traducía al español por el Fondo de Cultura Económica. Este libro ejerció una influencia arrolladora sobre las ciencias sociales latinoamericanas de aquellos años y, ni hablar, sobre los gobiernos y expertos en el área económica. (2) La idea básica del argumento rostowiano era que había un solo proceso de desarrollo y que éste era lineal, acumulativo e igual para todos los países. La palabra “capitalismo” había sido cuidadosamente desterrada del texto, con el obvio propósito de reforzar la naturalización de este modo de producción: al describir sus leyes de desarrollo el supuesto era que cualquier economía, sin excepción, debía enfrentarse a una serie de imperativos técnicos, no políticos. La consecuencia de todo esto era que había un solo modo de enfrentar los problemas económicos, y que este modo estaba dictado por cuestiones técnicas que no admitían transgresión alguna. El proceso de desarrollo capitalista -con sus luchas, despojos y saqueos, que lo hacen llegar al mundo “chorreando sangre y barro por todos sus poros”, como dijera Marx en El Capital- es así sublimado y descontextualizado hasta llegar a convertirse en un despliegue ahistórico, formal y lineal de potencialidades presentes en cada una de las formaciones sociales del planeta. Por eso, para esta tradición de pensamiento los países hoy desarrollados fueron, en un tiempo no demasiado remoto, naciones pobres y subdesarrolladas. Este razonamiento se asentaba sobre dos falsos supuestos: primero, que las sociedades localizadas en ambos extremos del continuo compartían la misma naturaleza y eran, en lo esencial, lo mismo. Sus diferencias, cuando existían, eran de grado, como casi medio siglo después repetirían sin brillo y sin gracia Hardt y Negri, lo cual era -y es- a todas luces falso.

Segundo supuesto: la organización de los mercados internacionales carecía de asimetrías estructurales que pudieran afectar las chances de desarrollo de las naciones de la periferia. Para autores como los arriba mencionados, términos tales como “dependencia” o “imperialismo” no servían para describir las realidades del sistema y eran antes que nada un tributo a enfoques políticos, y por lo tanto no científicos, con los cuales se pretendía comprender los problemas del desarrollo económico. (3) En consecuencia, los llamados “obstáculos” al desarrollo no tenían fundamentos estructurales o restricciones ancladas en la economía mundial, sino que eran el producto de torpes decisiones políticas, elecciones desafortunadas de los gobernantes o de factores inerciales fácilmente removibles. Las implicaciones conservadoras de este razonamiento, que descartaba apriorísticamente cualquier otra forma de organización económica alternativa al capitalismo y que ignora olímpicamente la realidad del imperialismo y la dependencia, son tan evidentes que no requieren de ninguna demostración más allá de su sola enunciación. Como se ve, el “pensamiento único” no es tan novedoso como se supone. Y su impacto sobre el pensamiento supuestamente contestatario fue tan deletéreo ayer como hoy. (4)

Derrumbe y resurrección de la ortodoxia

En la década de los sesentas el influjo ideológico de los paradigmas dominantes en las ciencias sociales se desvanece considerablemente: la consolidación de la revolución cubana y su definición socialista luego de Playa Girón; al ascenso del movimiento popular en toda América Latina; el auge de la lucha de clases en Europa, que culminaría con los grandes conmociones de 1968; los impetuosos movimientos en favor de los derechos civiles en los Estados Unidos y la reafirmación de los movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo, a todo lo cual se agregaría, poco después, el demoledor impacto de la Guerra de Vietnam que termina de hacer saltar por los aires el laborioso andamiaje construido por las ciencias sociales norteamericanas desde finales de la segunda guerra mundial. El colapso teórico de la teorización rostowiana tiene su correlato en el derrumbe de la sociología parsoniana, la crisis de las teorías de la modernización y la bancarrota del conductismo en la ciencia política. En América Latina esta crisis teórica se acentúa por la presencia de la Revolución Cubana y el progresivo deterioro de la situación económica, social y política de los países de mayor desarrollo capitalista una vez agotado el ciclo de la industrialización sustitutiva, lo que promovió el breve auge de las diversas corrientes de la teoría de la dependencia. En sus distintas variantes, que van desde la ya mencionada obra de André Gunder Frank, Ruy Mauro Marini y Theotonio dos Santos hasta Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto, pasando por Aníbal Quijano, Agustín Cueva y tantos otros, la teorización de la dependencia tenía como rasgos unificadores la crucial relevancia asignada al carácter histórico del desarrollo capitalista, el papel de sus diversos agentes, la inserción de los países en un mercado mundial signado por profundas asimetrías y la centralidad de la problemática política y estatal. A mediados de los setentas la crisis política generalizada en la región, emblematizada por la violenta liquidación de la “vía chilena al socialismo” liderada por Salvador Allende y la Unidad Popular, del experimento radical democrático de Juan José Torres y la Asamblea Popular en Bolivia, el termidor sufrido por la revolución peruana con el desplazamiento de Velasco Alvarado, y el sangriento desenlace del retorno del peronismo en la Argentina precipitó un nuevo cambio en el paradigma dominante. En este caso se trató mucho menos de una derrota en el plano de las ideas que de las consecuencias del período más ferozmente represivo conocido por la América Latina contemporánea, lo que implicó que muchos de los teóricos de la dependencia y sus seguidores conocieran el exilio, la cárcel y, en no pocos casos, la muerte.

No es el propósito de este trabajo examinar los alcances y límites de las contribuciones de los dependentistas, bien conocidas en nuestra región. Nos basta simplemente con resaltar la coincidencia entre sus pronósticos pesimistas acerca del desarrollo del capitalismo en la periferia, formulados desde una perspectiva de izquierda, y los que brotan de la pluma de de Schweinitz, una nota desafinada en el monocorde ambiente de la academia norteamericana. (5)

La “centro-izquierda” latinoamericana y su apuesta al desarrollo del capitalismo

Si hemos sometido a la consideración del lector estas tesis pesimistas acerca de la imposibilidad del desarrollo en la periferia -¡que no quiere decir imposibilidad de registrar, por momentos, altas tasas de crecimiento económico!- es porque el devenir de la historia ha demostrado, transcurrido casi medio siglo, que los diagnósticos que se oponían al ingenuo más no desinteresado optimismo de Rostow y sus colegas estaban en lo cierto. Actualizar esta certeza es bien oportuno en nuestros días, cuando proliferan una serie de gobiernos de “centro-izquierda” que, en América Latina, proclaman con ciego entusiasmo su confianza en culminar exitosamente su marcha hacia el desarrollo -o entrar al Primer Mundo, como se decía en los noventas- transitando por una ruta que fue clausurada hace mucho tiempo. (6)

En este sentido, los gobiernos de la llamada “centro-izquierda” se han llevado todas las palmas. Su fidelidad a las orientaciones generales del Consenso de Washington, fidelidad que no desmentida por una cierta retórica “progresista” -estentórea, a veces, como en el caso argentino; aflautada, en otros, como en los casos de Brasil, Chile y Uruguay- les hace creer que si persisten en las políticas ortodoxas recomendadas por el FMI, el Banco Mundial y la OMC algún día, más pronto que tarde, llegarán a ser países como los europeos o los Estados Unidos. Desde su tumba el bueno de de Schweinitz seguramente debe estar sonriendo burlonamente ante tamaño disparate. Y, si pudiera regresar al reino de los vivos, seguramente que les preguntaría a los voceros de esos gobiernos acerca de las razones por las cuales hace casi un siglo que países como la Argentina, Brasil y México siguen siendo los depositarios de un luminoso futuro capitalista que nunca se concreta y que, al contrario, los aleja cada día más de los capitalismos desarrollados, perpetuando su condición de eternos “países del futuro.” Antes de la Gran Depresión de 1929 el pensamiento convencional de las ciencias sociales auguraba para la Argentina un futuro esplendoroso. Y lo mismo ocurriría con Brasil luego de la Segunda Guerra Mundial, en donde su alianza con los Estados Unidos y el envío de sus tropas a colaborar en la empresa bélica en los campos europeos supuestamente le abriría de par en par las puertas de la colaboración norteamericana lo que garantizaría una ruta segura a los niveles de desarrollo existentes en el Primer Mundo. La construcción, con la ayuda de un crédito del Eximbank avalado por los Estados Unidos, de la planta siderúrgica de Volta Redonda, a comienzos de los cincuenta fue vista por muchos como una clara señal de que el proceso estaba en marcha y era irreversible. Medio siglo después, Argentina y Brasil siguen estando “condenados al éxito”, como lo asegura con su inclaudicable optimismo uno de los principales científicos sociales de Brasil, Helio Jaguaribe, pero su realidad económica y social demuestra que lejos de acortar su distancia con los países desarrollados ocurrió exactamente lo contrario y ahora están más lejos que antes. Lo mismo puede decirse del caso mexicano, sin la menor duda: si algo hizo el TLC inaugurado el 1º de Enero de 1994 fue ensanchar el hiato que separaba a la economía mexicana de las de Estados Unidos y Canadá.

Pese a esta abrumadora evidencia el mito del desarrollo capitalista nacional y su premisa, la existencia de una burguesía nacional, siguen ejerciendo un enfermizo atractivo en la dirigencia “progresista” latinoamericana, a punto tal que en fechas recientes esta patología concitó la atención de un distinguido estudioso marxista, Vivek Chibber, quien sobre la base de una evidencia comparativa internacional demolió inmisericordemente tales tesis. (Chibber, 2005) Este ascendiente revela los alcances de la victoria ideológica del neoliberalismo en la “batalla de ideas”: si en la segunda mitad de la década de los sesentas había tomado cuerpo una teorización y una propuesta política en torno a una “vía no capitalista de desarrollo” que se manifestó de diversas maneras en los distintos países - con Salvador Allende y Radomiro Tomic en las elecciones presidenciales chilenas de 1970; en el régimen de Velasco Alvarado en el Perú de finales de los sesentas; en la tentativa de Juan José Torres en la Bolivia de la Asamblea Popular de 1971, siendo los casos más importantes- a partir de la contra-ofensiva capitalista lanzada desde mediados de los setentas esa alternativa fue barrida con un baño de sangre. El resultado es que hoy gran parte de la “centro-izquierda”, producto de aquella derrota en el crucial terreno de las ideas, renueva su creencia en el desarrollo capitalista nacional impulsado por una figura espectral: la “burguesía nacional”.

La persistencia de un mito

Veamos algunos ejemplos extraídos de la presente coyuntura. En la Argentina, por ejemplo, el presidente Néstor Kirchner reafirma su decisión de construir un “capitalismo serio”, alentando la constitución de una “burguesía nacional” capaz de conducir la maltratada economía argentina hacia el puerto seguro del desarrollo. Esa fue una de sus primeras definiciones programáticas en el discurso inaugural de su mandato, el 25 de Mayo de 2003, cuando ante la Asamblea Legislativa decía que “(e)n nuestro proyecto ubicamos en un lugar central la idea de reconstruir un capitalismo nacional que genere las alternativas que permitan reinstalar la movilidad social ascendente.”

Esta obstinación habría de acentuarse con el paso de los años, lo que quedó en evidencia en su viaje a la Asamblea General de la ONU, en Nueva York, en el mes de Septiembre de 2006, ocasión en la cual tanto Kirchner como la Senadora Cristina Fernández de Kirchner, su eventual sucesora en la Casa Rosada, dieran muestras de su incondicional adhesión al capitalismo y al mito del desarrollo capitalista nacional. En esa ocasión el presidente aceptó una invitación de la Bolsa de Valores de Nueva York (NYSE) para visitar su sede y disfrutar del dudoso privilegio de tocar la campana que indica el cierre de las operaciones del día. En dicha oportunidad Kirchner dijo, evidenciando un sincero arrepentimiento, que “agradezco el gesto del mercado de invitarnos aquí. La Argentina está volviendo al lugar del que nunca debió haber salido”. (Rodríguez Yebra, 2006). Lo curioso del caso, es que de hecho la Argentina jamás se había marchado de ese lugar. Por el contrario, siempre estuvo allí, por lo menos desde mediados de la década de los cincuentas como uno de los países más endeudados del planeta y jugosa presa de todo tipo de operaciones especulativas y de pillaje realizadas desde ese sagrado recinto: desde el doloso “megacanje” de la deuda externa de la época de De la Rúa/Cavallo, hasta las fraudulentas privatizaciones y la apertura indiscriminada de ordenadas por Menem/Cavallo pasando por innumerables tropelías y latrocinios de ese tipo. ¿Ignoraba Kirchner al pronunciar sus palabras que cerca del 95 por ciento de las operaciones que tienen lugar en el sistema financiero internacional -del cual Wall Street es su corazón- son de carácter especulativo, razón por la cual una investigadora como Susan Strange, nada sospechosa de propensiones izquierdistas, bautizó a dicho sistema como un “capitalismo de casino”, parasitario e irresponsable, depredador de mercados y naciones, cuya febril búsqueda de lucro no se detiene ante nada o ante nadie sembrando a su paso crisis, destrucción y muertes? Similares declaraciones expresó bajo el amparo de un organismo como el Council of the Americas, uno de los principales sostenes ideológicos del imperio- despejando cualquier duda que pudiera subsistir sobre la naturaleza de su gobierno: una variedad del “centro-izquierda”, por momentos vociferante pero siempre inquebrantablemente identificada con la perpetuación del capitalismo en la Argentina y, pese a gestos y retóricas estridentes, cada vez más dócil ante los dictados de la Casa Blanca.

Hay que agregar que ya, con anterioridad a esta fecha y en numerosas ocasiones, Kirchner se había referido reiteradamente a la necesidad de implantar en la Argentina un capitalismo “serio”, “nacional” e “inteligente”, adjetivos éstos que supuestamente obrarían el milagro de convertir a un régimen basado en la explotación del trabajo asalariado en una fraternal comunidad de iguales. Uno de los problemas con que se enfrenta el presidente es que en la Argentina el capitalismo nada serio sino, por el contrario, “sonriente”, “irresponsable”, “de los compinches” (croony capitalism), “trasnacionalizado” y torpe, en vez de inteligente, produjo espléndidos resultados para los capitalistas, con tasas exorbitantes de ganancias y con la consolidación de extraordinarios privilegios que ningún burgués “serio” pensaría que es razonable abandonar por más que lo solicitara el primer mandatario. ¿Cómo convencer a quien se encuentra instalado en el diez por ciento más rico de la Argentina -y cuyos ingresos en 2003 eran 56 veces superiores a los del diez por ciento más pobre- que es urgente y necesario pasar a un capitalismo “serio”, que evite tan flagrante e intolerante injusticia? Lo más probable es que el capitalista en cuestión considere “poco seria” la preocupación presidencial por la “seriedad” de un capitalismo que produce tan magníficos resultados, recompensando a los empresarios y a los inversores con tan fenomenales ganancias.

Esta explícita voluntad de situar los parámetros fundamentales de la sociedad capitalista fuera de cualquier posible impugnación, no así sus manifestaciones más aberrantes, fueron ratificados en ese mismo viaje en una conferencia dictada en la Universidad de Columbia por la senadora Cristina Fernández de Kirchner. En esa ocasión la esposa del presidente -sin duda, una de sus más autorizadas voceras- declaró que las políticas del gobierno de Kirchner se sitúan del lado del capitalismo. ’¿Qué es el capitalismo?’, se preguntó. Su respuesta: lo que hizo caer al muro del Berlín no fue “el poderío de Estados Unidos sino que el capitalismo es una mejor idea que el comunismo, y si el capitalismo se distingue frente a otras doctrinas es por la idea del consumo’. Sus críticas al FMI se apoyan en la inconsistencia de sus prédicas con el supuesto núcleo del capitalismo, sus “mejores ideas”, dado que “con sus políticas de ajuste lo primero que hace es restringir el consumo” y, en consecuencia, debilitar el impulso capitalista. (Baron, 2006)

¿Un capitalismo nacional sin “burguesía nacional”?

Volviendo al discurso inaugural de Kirchner, ¿Qué grado de realismo tiene hoy, en un mundo de mercados transnacionalizados y de impetuosa mundialización de los procesos productivos, comerciales y financieros, apostar a un desarrollo capitalista nacional? Pregunta indispensable sobre todo en una formación social como la argentina, en la cual el grado de extranjerización de la economía ha avanzado a ritmo desenfrenado y es uno de los mayores de toda la región. Respuesta: ningún grado de realismo. Es pura fantasía. Raúl Zibechi, en un texto sumamente interesante que desnuda el anacronismo de esta opción, cita una categórica afirmación de Samir Amin diciendo que “ya no hay más una burguesía nacional”. Afirmación un tanto excesiva pero que contiene importantes elementos de verdad. (Zibechi, p. 1). Excesiva, decimos, porque algunos países de las metrópolis capitalistas todavía se caracterizan por la presencia de ciertos conglomerados empresariales equivalentes a una “burguesía nacional” si bien diferentes al modelo clásico de esta clase tal cual aparecía en la segunda mitad del siglo diecinueve y comienzos del veinte. Tal es el caso de Estados Unidos, Japón, Corea y los principales países europeos, cuyas grandes empresas si bien operan a escala planetaria y tienen un horizonte de acumulación que trasciende con creces las fronteras nacionales tienen sus casas matrices en esos países, se protegen con sus jueces y sus leyes, cuentan con sus gobiernos para acudir en defensa de sus intereses cuando son amenazados y es hacia allí donde canalizan las ganancias que obtienen en los mercados mundiales. Y con relación a la Argentina agrega que “el último intento de burguesía nacional que hubo en la Argentina fue Perón. No creo que haya actualmente una burguesía nacional en Argentina. Existe una burguesía compradora que imagina su enriquecimiento, como proyecto, en el marco del capitalismo global tal como es, sin ambición alguna de modificar los términos de este capitalismo.” Amin no duda que puedan existir “proyectos de burguesía nacional en los países ex socialistas. Principalmente: Rusia y China ... pero no hay un proyecto de burguesía nacional en ningún otro país, sean los países más industrializados como Argentina, Brasil, Egipto e India o países menos industrializados, como los de Africa subsahariana. ¡Ya no hay más burguesía nacional!” Sin entrar en polémicas, insistimos: lo que dice Amin es indiscutible para la periferia, pero mucho más debatible cuando concentramos nuestra atención en el capitalismo mundializado, (Roffinelli y Kohan, 2003) (7)

Podría argüirse que, a diferencia de la Argentina, en el caso de Brasil, esta expectativa sobre las potencialidades desarrollistas de la “burguesía nacional” tiene un cierto fundamento. Después de todo Brasil fue, junto a México, uno de los dos únicos países de América Latina que contó con una pujante “burguesía nacional”. En la Argentina una formación relativamente similar existió entre 1870 y 1930: se trataba de una clase de grandes propietarios agrarios aburguesados íntimamente asociados a una “burguesía compradora” fuertemente anglófila y estrechamente ligada a economía británica. Pero cuando este proyecto se agotó, con el derrumbe capitalista de 1929, la “burguesía nacional” que tenía que dar un paso al frente para establecer su hegemonía brilló por su ausencia. Y si bien el peronismo trató de insuflarle los bríos necesarios para cumplir con su supuesta “misión histórica” esa clase -en realidad, un agrupamiento heteróclito de empresarios sin ninguna visión de conjunto ni proyecto nacional- se reveló como extraordinariamente débil y para nada dispuesta a luchar contra el imperialismo y sus poderosos aliados locales. Capituló con ignonimia a los pocos años, en 1955, a manos de una alianza oligárquico-clerical que supo movilizar el resentimiento de los vastos sectores medios que se sentían amenazados por las políticas de promoción social impulsadas por el peronismo y que habían dotado a los sectores populares de una gravitación económica y social sin precedentes. Dicha alianza, hay que decirlo, contó con el discreto apoyo del imperialismo norteamericano, que en 1945 se había opuesto frontalmente a Perón. Pero ahora le temía menos a las políticas económicas del peronismo, que a esas alturas ya estaban “alineadas” con las directivas imperiales, que a los eventuales desbordes populares que podrían producirse ante la descomposición del régimen y que, se decía en los pasillos oficiales de Washington, corrían el riesgo de tener un desenlace revolucionario. (8)

En el caso del Brasil, la persistencia de este mito (unido a la necesidad de edulcorar su imagen de sindicalista combativo) impulsó al candidato del PT para las elecciones del 2002, Luiz Inacio “Lula” da Silva a forjar una alianza tan desmovilizadora como anacrónica con un representante de la “burguesía nacional” brasileña, un sector supuestamente identificado con el desarrollo económico y el fortalecimiento del mercado interno, la expansión del empleo y, por esta vía, una cierta redistribución del ingreso. Sin embargo, la presencia del empresario José Alencar no traspasó los límites de lo meramente ornamental: fue durante la primera presidencia de Lula cuando el capital financiero obtuvo las más fabulosas tasas de rentabilidad de toda la historia del Brasil, con el previsible impacto devastador sobre los restos de una “burguesía nacional” absolutamente impotente para torcer el rumbo de la política económica ultraneoliberal que, con al aval de Lula, la estaba destrozando. En ese sentido, los reiterados lamentos del vicepresidente por los efectos de las políticas del superministro fueron penosos testimonios de la incapacidad política de una clase que, a pesar de los nostálgicos, ya hacía tiempo que había perdido los atributos que, en el pasado, le posibilitaron ejercer un papel más decoroso en el escenario nacional.

Claro está que los casos de Brasil y México tampoco son idénticos. Tal como lo argumentara hace ya muchos años Agustín Cueva, México fue sede de la única revolución burguesa triunfante en América Latina. Otras tentativas, según Cueva, como Guatemala en 1944 o Bolivia, en 1952, fracasaron en ese intento. La primera ahogada en sangre por la invasión de Castillo Armas, orquestada por la CIA, y la segunda producto de la ferocidad de la reacción termidoriana que puso fin a la insurgencia popular de los mineros y campesinos bolivianos. El caso de México obliga a introducir una distinción que reiteradamente propusiera Lenin para comprender la peculiaridad de las revoluciones burguesas en los capitalismos periféricos: una cosa son las fuerzas motrices de la revolución y otra bien distinta las fuerzas dirigentes de la misma. En México las fuerzas motrices de la Revolución Mexicana fueron el campesinado y, en menor medida, los sectores populares urbanos; pero las fuerzas dirigentes fueron la pequeña burguesía y un incipiente sector burgués que montado sobre la oleada revolucionaria proveniente “desde abajo” liquidó el viejo orden y sentó las bases para un vigoroso desarrollo económico una de cuyas consecuencias sería la creación de la más pujante “burguesía nacional” de América Latina. En el caso de Brasil, Florestán Fernándes ha señalado que la revolución burguesa asumió más bien las características que Gramsci sintetizara en su concepto de “revolución pasiva”, es decir, una tentativa de fundar un orden burgués pero sin un proceso revolucionario que movilizara a las clases y capas subalternas para destruir los cimientos del viejo orden. Revolución burguesa tardía porque comenzó simultáneamente con la rápida transnacionalización del capitalismo de posguerra que produciría el agotamiento del proyecto de desarrollo capitalista nacional; y débil, además, porque la representación de los intereses “nacionales” de los sectores burgueses -acosados por la dinámica imperialista tanto como por una impetuosa movilización popular- tuvo que descansar en manos de las fuerzas armadas. Esto dio lugar a una suerte de “cesarismo regresivo”, para utilizar una vez más una categoría de análisis gramsciano, en donde la “burguesía nacional” brasileña para reafirmar su predominio tuvo que subordinarse a -y no sólo hacerse representar por- las fuerzas armadas durante veinte años, con la irremediable distorsión de su lógica de acumulación. La caída del régimen militar puso en evidencia los límites de esta estrategia. (9)

Lecciones de la historia económica

Las enseñanzas que pueden extraerse de estos ejemplos, sucintamente presentados, son inequívocas. A comienzos del siglo veintiuno tanto Brasil como México -y en mucho mayor medida la Argentina- atestiguan por una parte la acelerada descomposición de la “burguesía nacional”; por la otra, que por más que haya habido prolongados períodos de crecimiento económico éstos no fueron suficientes para hacer que aquellos países superasen las fronteras del subdesarrollo.

En México la etapa del “desarrollo nacional-burgués” culminó en 1976. Se abrió en ese momento un interregno que se prolongó hasta Agosto de 1982 cuando el catastrófico default mexicano precipitó la crisis de la deuda en todo el mundo. Comenzó entonces un período signado por la progresiva imposición de las políticas neoliberales y, a partir de 1988, en el sexenio de Salinas de Gortari, por la capitulación incondicional del PRI y la burguesía mexicana ante el capital norteamericano y el desmantelamiento de casi todas las conquistas de la Revolución Mexicana, línea ésta que habría de continuarse y profundizarse en los gobiernos del PAN que le sucedieron. El triunfo de este partido en las elecciones presidenciales del 2000, y el del candidato de la derecha radical Felipe Calderón en los fraudulentos comicios del 2006 no hicieron sino ratificar en el plano de las estructuras políticas y estatales la creciente subordinación de facto de México a los dictados de Washington y el sometimiento de la herida de muerte “burguesía nacional” a manos del capital extranjero. La privatización de las empresas públicas y la absorción de las privadas nacionales -amén de la competencia desigual facilitada por la firma del TLC- hizo que grandes conglomerados transnacionales fundamentalmente estadounidenses tomaran bajo su control casi todos los sectores estratégicos de la economía mexicana, socavando el basamento material de lo que en sus épocas de gloria fuera la “burguesía nacional” más poderosa de América Latina.

Un proceso semejante se ha vivido en el Brasil, donde la transnacionalización de su atractivo mercado interno -potencialmente enorme- ha ido desplazando a los viejos sectores burgueses nacionales hacia las áreas menos rentables de la economía. Las grandes empresas públicas fueron o bien privatizadas o desmanteladas, para su venta por partes, y las políticas de atracción del capital extranjero a cualquier costo, facilitadas por la estructura federal del estado brasileño, impulsó una suicida race to the bottom de los gobiernos estaduales que ofrecían una escalada sin límites de exenciones tributarias y fiscales a las empresas extranjeras para atraerlas a que se radiquen en su territorio, arrojando por la borda no sólo eventuales ingresos fiscales sino también controles medioambientales y laborales de diverso tipo. La Argentina, por su parte, ostenta el dudoso honor de ser el país con mayor grado de extranjerización de su economía, donde todo fue malvendido y enajenado durante el fatídico decenio del capitalismo salvaje presidido por Carlos S. Menem. Venezuela, Bolivia, Colombia, además de Brasil y México, se las ingeniaron para preservar el control estatal de la riqueza petrolera; en Argentina, en cambio, YPF fue privatizada. Y si México pudo hasta hoy conservar el control público sobre la Comisión Federal de Electricidad, en la Argentina su homóloga fue seccionada en dos partes y privatizada a precio vil. Lo mismo ocurrió con el gas, los teléfonos, la aeronavegación, el agua y un sinfín de empresas públicas que habían sido fundadas con los ahorros de los argentinos y que, en medio de un festival sin precedentes de corruptelas de todo tipo, fueron transferidas a manos extranjeras. En algunos casos, a empresas estatales extranjeras, como lo era Repsol cuando se adueñó de YPF. O, en otros, facilitando que la segunda empresa petrolera argentina, de capitales privados, fuese adquirida por una empresa pública como Petrobrás, lo cual contradecía flagrantemente el discurso neoliberal acerca de la “ineficiencia” propia de las empresas públicas.. De ahí que la extranjerización de la economía argentina sea hoy un dato grotesco para un país cuyas empresas del estado fueron, en su mejor momento, puntales del desarrollo nacional cumpliendo importantísimas funciones económicas y sociales que la pusilánime “burguesía nacional” nunca se preocupó por asumir y que el gobierno actual no tiene intenciones de recuperar.

Para resumir: la sucinta enumeración anterior ilustra con elocuencia el proceso de descomposición e irreversible debilitamiento de las “burguesías nacionales”, fenómeno que como asegura Chibber se reproduce por doquier en la periferia del sistema.. En las tres economías más grandes de América Latina se verifica el mismo proceso de debilitamiento/descomposición y nada autoriza a pensar que en las demás la tendencia histórica se mueva en una dirección contraria. Los avances de los diversos TLCs (bilaterales: con Chile, Colombia, Perú; o multilaterales, como los de las economías centroamericanas y República Dominicana) si algo van a hacer es practicar con fruición la eutanasia del empresariado nacional, y concentrar los negocios en manos de los grandes conglomerados norteamericanos que impulsan los proyectos que ejecuta la Casa Blanca.

Pero hay además otra cuestión que debe ser considerada: en los casos de Brasil y México, los dos países con las más poderosas “burguesías nacionales”, el proceso de acumulación que éstas supieron impulsar de ninguna manera logró que aquellos accedieran al rango de capitalismos desarrollados. (10) México conoció un período de extraordinario crecimiento económico entre 1940 y 1976, “el desarrollo estabilizador”, un desempeño económico extraordinario sostenido por un inusualmente prolongado período de tiempo. Y sin embargo, después de tanto esfuerzo lo que se encontró al final del camino no fue el límpido cielo del desarrollo sino la tremenda crisis de 1982 y, luego, la recomposición regresiva y reaccionaria del capitalismo mexicano bajo la égida del capital financiero, las empresas transnacionales y la presión de la Casa Blanca. Por lo tanto, lo que esto demuestra es que pese a las elevadas tasas de crecimiento sostenidas durante treinta y seis años el capitalismo periférico fue incapaz de dar el salto que le permitiera superar la barrera que separa subdesarrollo de desarrollo. Resultado similar se obtuvo luego de mal llamado “milagro económico” de los militares brasileños, que por algunos años registró tasas elevadas de crecimiento económico. Y otro tanto ocurrió en la Argentina, a comienzos de los noventas y, de modo aún más rotundo en los últimos cuatro años, cuando el país luego de la gran crisis del período 1998-2002 -y que tuvo su climax en las grandes movilizaciones populares de Diciembre de 2001- se embarcó en un período de 47 meses de crecimiento económico ininterrumpido con tasas tan elevadas como las de China y, sin embargo, los problemas crónicos del subdesarrollo, que afectan a Brasil y a México, también se exhiben con singular nitidez en la Argentina: pobreza, exclusión social, desempleo, altas tasas de analfabetismo abierto y funcional, baja productividad media, profundos desequilibrios regionales, debilidad estatal para imponer reglas del juego en la economía, retraso tecnológico, vulnerabilidad externa, fragilidad de las instituciones democráticas (cuando las hay), y múltiples formas de dependencia económica de los centros imperialistas del poder mundial. (11)

En síntesis: en estos tres países hubo crecimiento económico, y en algunos casos el crecimiento, evidentemente con discontinuidades, llegó a ser realmente impresionante. Sin embargo, ninguno dejó de ser un país subdesarrollado y, por eso, al día de hoy exhiben los rasgos que caracterizan tal situación. Hubo una sola excepción en la historia económica contemporánea: Corea, el único país que en el siglo veinte trascendió las fronteras que separan subdesarrollo de desarrollo. Uno de los pocos, también, que a diferencia de los países de América Latina, jamás aplicó los “buenos consejos” del FMI, el BM y el Consenso de Washington y que, por eso mismo, fue el último en subirse al tren del desarrollo capitalista antes de que se alejara definitivamente de la estación a mediados del siglo veinte. Todos los demás llegaron tarde y ahora quedarse a esperar su regreso es un arrebato de nostalgia destinado inexorablemente al fracaso. (12)

Repensar al socialismo

La conclusión de estas breves reflexiones sobre la historia económica comparada es la siguiente: quien quiera hoy hablar de desarrollo tiene que estar dispuesto a hablar de socialismo; y si no quiere hablar de socialismo debe callar a la hora de hablar del desarrollo económico. La experiencia internacional es taxativa: países considerados “la gran promesa”, poseedores de un futuro brillante en el concierto capitalista mundial, se debaten en medio del subdesarrollo, la pobreza y la dependencia un siglo después de aquellos pronósticos tan favorables. Los gobiernos y el público en general tienen que admitir que, como dijera de Schweinitz, esa ruta está clausurada y que es necesario crear una opción nueva. La declaración del Presidente Hugo Chávez Frías en el sentido de que dentro del capitalismo no hay solución para los problemas de América Latina sintetiza adecuadamente el resultado de numerosos estudios e investigaciones. Si hay una solución -y si tenemos tiempo de encontrar una solución dada la amenaza de holocausto ecológico que se cierne sobre el planeta- habrá que buscarla fuera del capitalismo, en el campo del socialismo. (13)

Por lo tanto, la propuesta de avanzar en la construcción del socialismo del siglo veintiuno es una invitación que no debe ser desechada. Claro está que, en el terreno económico, se trata de un socialismo superador de la anacrónica antinomia “planificación centralizada o mercado incontrolado” y que, en cambio, abre espacios para la imaginación creadora de los pueblos en la búsqueda de nuevos dispositivos de control popular de los procesos económicos, dotados de la flexibilidad suficiente para responder con rapidez al torrente de innovaciones que día a día modifica la fisonomía del capitalismo contemporáneo. Un socialismo que potencie la descentralización y la autonomía de las empresas y unidades productivas y, al mismo tiempo, haga posible la efectiva coordinación de las grandes orientaciones de la política económica. Un socialismo que promueva diversas formas de propiedad social, desde empresas cooperativas hasta empresas estatales y asociaciones de éstas con capitales privados, pasando por una amplia gama de formas intermedias en donde trabajadores, consumidores y técnicos estatales se combinen de diversa forma para engendrar nuevas relaciones de propiedad sujetas al control popular. Uno de los problemas más serios que tuvo la experiencia soviética, y todas las que en ellas se inspiraron, fue la de confundir la propiedad pública con la propiedad estatal. Uno de los desafíos más grandes del socialismo del siglo veintiuno será demostrar que existen formas alternativas de control público de la economía distintas a las del pasado. Pero, es preciso tener en claro que tal como lo dijera en su tiempo Rosa Luxemburgo, el futuro, sobre todo para los sobrevivientes del holocausto social del neoliberalismo, es el socialismo o, en caso de que no logremos construirlo, ser testigos de la perpetuación y agravamiento de esta barbarie que pone en peligro la sobrevivencia misma de la especie humana.

Estamos ante una situación crítica en la cual, como dijera Simón Rodríguez, “o inventamos o erramos”. No hay modelos por imitar, Puede haber experiencias que sirvan como fuentes de inspiración, pero nada más. Una China que alimenta a diario a mil trescientos millones de personas seguramente que tendrá algo digno de ser aprendido en el terreno de la producción agraria. Un Vietnam que renace de las cenizas de la destrucción de que fuera objeto a manos de los Estados Unidos también tiene algo que enseñarnos. Los extraordinarios logros de Cuba en materia de salud y educación contienen valiosísimas lecciones que los países subdesarrollados deben estudiar con suma atención. Pero la construcción del socialismo del siglo veintiuno, condición necesaria para el desarrollo de nuestras sociedades, no puede ser producto de actos imitativos. Fidel dijo reiteradamente que “cada vez que copiamos nos equivocamos”, subrayando la sabiduría contenida en la sentencia de Simón Rodríguez. Y un gran teórico marxista latinoamericano, José Carlos Mariátegui, ya había advertido los alcances de este desafío cuando dijera que el “socialismo en América Latina no puede ser calco y copia sino invención heroica de nuestros pueblos.” Es con este predicamento que nuestros pueblos deberán construir el socialismo del siglo veintiuno, condición necesaria para salir definitivamente del subdesarrollo.

Notas:

1) El Che participó, como Ministro de Industrias de Cuba, en la Conferencia del Consejo Interamericano Económico y Social (CIES), un organismo dependiente de la OEA, que sesionó en Punta del Este entre el 5 y el 18 de Agosto de 1961, a escasos cuatro meses de la fallida invasión a Playa Girón. En su primera intervención en la Conferencia el Che pronunció un vibrante alegato denunciando los modestísimos alcances de un supuesto programa de desarrollo económico auspiciado por los Estados Unidos, la fallida Alianza para el Progreso, representado en la Conferencia por su Secretario del Tesoro, Douglas Dillon, que por su énfasis en la construcción de redes cloacales el revolucionario argentino-cubano denominó sarcásticamente como “la letrinización de América Latina”. Los modestos objetivos que se proponía la Alianza, que ni siquiera fueron alcanzados por ningún país, contrastaban llamativamente con las grandes realizaciones que Cuba había logrado en dos años y medio de revolución y que la habían convertido, entre otras cosas, en el primer territorio libre de analfabetos de las Américas.

2) Para un análisis sobre la naturaleza y el impacto de las ideas de Rostow véase Roffinelli y Kohan, 2003.

3) No deja se ser asombrosa la coincidencia de perspectivas entre la obra de un teórico conservador como Walter W. Rostow y la de quienes, desde una perspectiva presuntamente crítica, se inspiran en la obra de Hardt y Negri. En una entrevista concedida al matutino argentino Página/12 Cocco y Negri descalifican al concepto de imperialismo y juzgan como lamentable al “antiimperialismo”. No podrían haber estado más de acuerdo con el teórico preferido de la Administración Kennedy. Cf. Gago, 2006

4) Un ejemplo de nuestros días lo ofrece la obra de Hardt y Negri, Imperio, en la cual se asegura que países como Bangladesh y Haití se encuentran al interior del imperio puesto que éste todo lo abarca. Pero, ¿se hallan por eso en una posición comparable a la de los Estados Unidos, Francia, Alemania o Japón? Si bien afortunadamente admiten que no son idénticos desde el punto de vista de la producción y circulación capitalistas Hardt y Negri concluyen, para estupor de los estudiosos, que entre “Estados Unidos y Brasil, Gran Bretaña y la India no hay diferencias de naturaleza, sólo diferencias de grado”, tesis ésta que suscribiría con entusiasmo el propio Rostow. (Hardt y Negri, p. 307) Como bien recuerda Amin, las periferias del sistema mundial no son tan sólo “formaciones desigualmente desarrolladas” sino que se trata de formaciones sociales interdependientes precisamente en función de esa desigualdad. Para una crítica a la visión radicalmente equivocada y funcional al imperialismo de Hardt y Negri ver Boron, 2002.

5) Al momento de escribir su libro nuestro autor era profesor de la Northwestern University, una universidad de elite radicada nada menos que en Chicago y muy influenciada por el prestigio intelectual que por entonces gozaba la Escuela de Chicago de donde saldría, entre otros, uno de los grandes ideólogos de la contrarrevolución neoliberal de los años setentas. Nos referimos a Milton Friedman, por supuesto.

6) Antes de proseguir con nuestra argumentación se impone una aclaración. Las usinas ideológicas de la derecha, con el auxilio invalorable de algunos ex -izquierdistas, ha impuesto un lugar común que podría sintetizarse así: si bien se produjo en América Latina un “giro a la izquierda” Washington no debe reaccionar indiscriminadamente ante el peligro que esto podría entrañar para la “seguridad nacional” norteamericana, el normal funcionamiento de los mercados y la seguridad jurídica de las inversiones extranjeras en la región. Existen, según los Castañedas, Vargas Llosas, Fuentes y tantos otros, dos izquierdas: una “seria y racional”, que comprende la importancia de no interferir con la lógica de los mercados y otra, anatemizada como “radical”, “populista” o “demagógica” según los diversos autores, empeñada en contradecirla. La primera vertiente incluye como ejemplos paradigmáticos los casos de la Concertación chilena y el gobierno de Lula en Brasil, si bien hay otros en la región que también podrían encuadrarse en este modelo como el de Tabaré Vázquez en Uruguay y Alan García en el Perú. Ejemplos rotundos de la segunda serían los de Cuba y Venezuela, a los que posteriormente se agregó el de Evo Morales en Bolivia y, más recientemente todavía, el de Rafael Correa en el Ecuador. El caso de Kirchner ocupa un lugar muy especial porque si bien por su retórica podría encasillárselo junto a Chávez y Evo, la orientación de sus políticas económicas -hecha excepción de la quita en los bonos de la deuda externa- se encuadra en los grandes lineamientos del Consenso de Washington. En realidad, cuando se habla de “izquerda” en América Latina tal caracterización le cabe exclusivamente a los gobiernos de Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador. Los demás son, en el mejor de los casos, gobiernos de centro a los cuales el rótulo de “centro izquierda” les queda demasiado grande y constituye una distinción inmerecida en función de sus pobres desempeños en materia de justicia social.

7) Sobre este tema, ver Katz, 2004b.

8) Recordar la visita de Milton Eisenhower a la Argentina, testificando el cambio en las relaciones con los Estados Unidos, luego de que el gobierno peronista admitiera el ingreso de las firmas petroleras norteamericanas y abandonara las políticas heterodoxas utilizadas en el período 1946-1951. Para testimoniar esa reorientación, que implicaba un primer acercamiento al FMI, Eisenhower, enviado personal de su hermano Ike, a la sazón presidente de los Estados Unidos, fue condecorado con la medalla de la lealtad peronista, el máximo galardón otorgado por el partido a quienes sobresalían en su lucha por los principios de justicia social que supuestamente encarnaba el peronismo.

9) El superministro de las fuerzas armadas brasileñas en ese período no fue otro que Delfím Netto quien, en la actualidad, se cuenta como uno de los principales asesores del Presidente Lula. Este ha repetidamente señalado la excelente vinculación que lo une con el ex -funcionario del régimen militar. En una entrevista reciente Lula dijo que ’Pasé más de 20 años criticando a Delfim (cuando Lula militaba en el sindicato metalúrgico y luego en la Central Unica de Trabajadores) y ahora él es mi amigo y yo soy su amigo’, afirmó. Luego aseguró que ’quien va más de derecha, va quedando más de centro. Quien está más de izquierda, va quedando más socialdemócrata, menos a la izquierda’. En esa misma entrevista Lula declaró que, habiendo cumplido los 60 años, “ya no está en edad para ser de izquierda.” (Clarín, 2006)

10) Pese a que, bajo fuerte presión de EEUU, la OECD le confirió esa condición a México una vez que firmó el TLC con Estados Unidos y Canadá. Pero se trató de una maniobra propagandística del imperio y nada más. Los 500.000 mexicanos que cada año arriesgan su vida para cruzar la frontera demuestran con elocuencia la falacia de esa calificación.

11) Es preciso recordar que más allá de las etapas de altas tasas de crecimiento de corta duración un país como la Argentina registró muy elevados índices durante el período 1880-1914, sin que ello fuera suficiente para dar lugar a un capitalismo desarrollado. Otro tanto ocurrió con Brasil y México a lo largo de gran parte del siglo veinte, y los resultados fueron los mismos. Está fuera de toda discusión el hecho de que el crecimiento produjo una transformación económica importante en la periferia del sistema, pero en ningún caso ese desempeño sirvió para instalar a esos tres países en el selecto club de los capitalismos desarrollados.

12) Alguien podría aducir, sin embargo, que el desarrollo de España, Portugal, Grecia e Irlanda demuestra que el tren del desarrollo capitalista retorna recurrentemente posibilitando que nuevos países se incorporen al mundo desarrollado. Pero, en realidad, esto no es así. España y Portugal fueron grandes metrópolis imperiales durante siglos, y su prolongada decadencia de ninguna manera puede equipararse a la situación de cualquiera de las sociedades coloniales de América Latina y el Caribe. Grecia fue durante siglos volátil botín del Imperio Otomano, Francia, Inglaterra y Rusia, e Irlanda una provincia sometida de la corona británica pero integrada a ese espacio económico. En todo caso el desarrollo de estos cuatro países es una proyección del proceso de acumulación capitalista en curso primero en las grandes potencias europeos y, posteriormente, en la Unión Europea. Lo que ésta ha hecho es equivalente a lo ocurrido cuando, por ejemplo, Italia aplicó desde los años sesenta del siglo pasado una política específica para promover el desarrollo de sus regiones más atrasadas, el Mezzogiorno. Eso mismo hizo la UE con los cuatro países mencionados. En el caso de América Latina, ¿quién está interesado en promover y financiar nuestro desarrollo?

13) Existe ya una abundante bibliografía en torno a la cuestión del socialismo del siglo XXI. Aparte de las diferentes intervenciones del Presidente Hugo Chávez Frías consúltese Katz, 2004 a, Katz, 2006; Kohan 2002; Martínez Heredia, 2005; Monedero, 2005; Petras, 2006; Puerta, 2006; Regalado Alvarez, 2005 Valdés Gutiérrez, 2006.

Bibliografía:

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Boron, Atilio A. 2002 Imperio & Imperialismo. Una lectura crítica de Michael Hardt y Antonio Negri (Buenos Aires: CLACSO)

Chibber, Vivek 2005 “El mito del estado desarrollista”, en Socialist Register en Español (Buenos Aires: CLACSO) Clarín 2006

“Declaraciones del Presidente de Brasil: Lula dice que es viejo para ser de izquierda”, 13 de Diciembre.

De Schweinitz Jr, Karl 1964 Industrialization and Democracy. Economic necessities and political possibilities (Glencoe: The Free Press)

Frank, André Gunder 1964 Capitalism and Underdeveloment in Latin America: Historical Studies of Chile and Brazil (New York: Monthly Review Press)

Gago, Verónica 2006 “América Latina está viviendo el momento de una ruptura. Entrevista a Toni Negri y Giuseppe Cocco” en Página/12 (Buenos Aires) |Lunes 14 de Agosto.

Garcés, Homar. 2006 “El socialismo del siglo XXI” Argenpress, 31 de Enero

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