7 de octubre de 2023

INICIO > OTRAS SECCIONES > TEXTOS SELECCIONADOS

BIN LADEN, BUSH Y LA POPULARIDAD PÉRDIDA

Por: Roberto Montoya.

28 de enero de 2007

(Rebelión). Con motivo del discurso del Estado de la Unión de George W.Bush del pasado 23 de enero muchos medios de comunicación recordaron que salvo dos presidentes de EEUU antes, Harry Truman, durante la Guerra de Corea y Richard Nixon, en pleno escándalo del Watergate, ninguno antes había llegado a caer a un 28% en su nivel de popularidad como él en estos días. Algunos cronistas cometieron sin embargo el error de valorar la caída de Bush junior en más de 60 puntos en seis años, tomando como referencia de partida el momento en que asumió el poder el 20 de enero de 2001 y ofreció su primer discurso sobre el Estado de la Unión, y comparándolo con el que realizó días atrás, en 2007. Y ahí está el error en ese intento de paralelismo. Es verdad que Bush alcanzó un 90% de popularidad en 2001, pero no lo tenía aún al asumir el poder, sino que lo obtuvo sólo después del 11-S, tras anunciar su cruzada antiterrorista planetaria e indefinida en el tiempo.

Todos reconocen que en EEUU y en buena parte del mundo en gran medida hay un antes y un después del 11-S y esto llega a tal punto que muchas veces se olvida cómo era Bush junior antes de esa fecha y cómo llegó a la Presidencia del país más poderoso del planeta; qué imagen tenían de él buena parte de sus ciudadanos y los propios líderes de los principales países aliados de EEUU antes de aquel fatídico 11-S. Un día que, paradójicamente, a pesar de haber sido un golpe tan terrible para la sociedad norteamericana, representó al mismo tiempo una oportunidad de oro para ese aspirante a César del siglo XXI.

A George W.Bush se le dio como triunfador de las elecciones presidenciales de diciembre de 2000 a pesar de que su contrincante, el candidato demócrata Al Gore, obtuvo 300.000 votos populares más, gracias a que se benefició del polémico sistema electoral norteamericano aún vigente, y al controvertido y prolongadísimo recuento de papeletas que reveló ante la opinión pública mundial un sistema arcaico, digno de una república bananera, a lo que se sumaron los enjuagues poco claros de las autoridades y tribunales de Florida, donde ¡oh casualidad! Jeb Bush era, y es, el gobernador. Tras cinco semanas de incertidumbre la Corte Suprema le dio el triunfo al actual presidente, sin convencer a un sector muy amplio de la población sobre su legitimidad. ¡Alto al ladrón! gritaban muchas de las 20.000 personas que se manifestaron en Washington el 20 de enero de ese año mientras Bush juraba como presidente número 43º de EEUU sobre la misma Biblia elegida por George Washington en 1789.

Ese antecedente de irregularidad electoral hizo que para las siguientes elecciones, las de fines de 2004, por primera vez en la historia de EEUU, congresistas demócratas solicitaran la presencia de observadores independientes supervisados por Naciones Unidas para evitar que se repitiera una situación similar. Frente a ello, el Partido Republicano aprobó un proyecto de ley por el cual se prohibió expresamente al Gobierno proporcionar fondos a la ONU para pagar el trabajo de los observadores. Finalmente, el subsecretario de Estado, Paul Kelly, buscó una postura mediadora, y el 9 de agosto enviaba una carta a los 13 congresistas demócratas notificándoles que el Departamento de Estado había invitado a las elecciones del 2 de noviembre (de 2004) a un grupo de observadores de la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), de la cual EEUU es miembro.

Durante los primeros meses del primer mandato de Bush junior, cuando el mundo estaba aún muy lejos de imaginar que en EEUU se pudiera producir algo como un 11-S, las bromas sobre su incultura general y el desconocimiento sobre política exterior que manifestaba dieron lugar a numerosos artículos en los medios de comunicación. Recopilaciones de sus gazapos más sonados fueron publicados en varios libros. El comentarista del New York Times Bob Herbert hacía la siguiente comparación entre Bush y Clinton: "El presidente (Bush), por decirlo de la forma más suave posible, no parece demasiado comprometido con el difícil oficio de ser presidente". Y añadía: "Cuando Clinton tenía algun tipo de problema, siempre podía apoyarse en su inteligencia, en su instinto político y capacidad de trabajo de comunicación". "Pero esos no son precisamente los puntos fuertes del señor Bush", concluía.

Los índices de popularidad de Bush junior no eran evidentemente del 90% cuando asumió el poder el 20 de enero de 2001 ni lo eran meses después, ni hasta un día antes del 11-S. En concreto, el 10 de Septiembre de 2001 George W.Bush registraba un 51% de índice de popularidad, y fue precisamente con los atentados cometidos el día después por Al Qaeda, la organización creada paradójicamente por Osama bin Laden. aliado de la CIA en Afganistán en los 80 contra las tropas soviéticas, cuando logró que se disparara su popularidad al 90%,.

Ese fue uno de los niveles más altos alcanzados nunca por un presidente estadounidense. John F.Kennedy obtuvo el 83% de índice de popularidad en 1961, también paradójicamente, tras fracasar de forma estrepitosa en su intento de invadir Cuba. A pesar de que la invasión de Bahía de Cochinos se hizo con cerca de 2.000 mercenarios ( buena parte de ellos pertenecientes a las tropas del tirano Fulgencio Batista derrotado dos años antes por la Revolución), armados y financiados por EEUU, apoyados por barcos y aviones, fueron derrotados por las fuerzas revolucionarias cubanas en tan sólo 72 horas.

El 20 de enero de 2002, a un año de llegar al poder, el milagro continuaba. George W.Bush contaba con un 83% de popularidad. Sólo Harry Truman había conseguido un índice semejante después de 12 meses en el poder.

Bin Laden, considerado un luchador por la libertad dos décadas antes por Ronald Reagan, se transformaba dos décadas después en un boomerang contra EEUU, pasaba a ser supuestamente su peor enemigo, pero al mismo tiempo en el balón de oxígeno para Bush. Es a partir del 11-S que Bush alcanza por primera vez ese 90% de popularidad, que le va a permitir, en aras del espíritu patriótico y el frente unido nacional contra el enemigo común, sacar adelante una cantidad de medidas en el orden interno impensables sin esa ayuda que de nuevo presta Bin Laden.presta a un presidente republicano.

Así, no sólo Bush no encontraría ni una fisura en el interior de su propio partido sino que tampoco encontraría oposición en el Congreso de parte opositor Partido Demócrata para sacar adelante sus mastodónticos presupuestos militares, sus represivas leyes antiterroristas, como la Patriot Act, que de disposiciones temporales terminaron transformándose en leyes permanentes, recortando drásticamente las leyes democráticas más elementales de los ciudadanos. A ellas le seguirían también la luz verde dada por los demócratas también a Bush para la guerra en Irak; la no oposición a ese campo de concentración del siglo XXI que es la base de Guantánamo; a los secuestros y traslados en los siniestros vuelos en la flota de la CIA hacia centros de tortura de numerosos prisioneros; y a un larguísimo etcétera.

A nivel exterior, el marcado unilateralismo que caracterizó el primer mandato de Bush desde el mismo momento que asumió el poder, casi ocho meses antes del 11-S, había provocado la alarma y las críticas de los principales líderes de países europeos tradicionalmente aliados de Estados Unidos. En los últimos días de su mandato Bill Clinton quiso dar un toque multilateralista a su Gobierno, que en realidad nunca tuvo tales características y eludió firmar los tratados más comprometidos tanto de defensa del medioambiente, como de la infancia, o de la justicia universal, y ni siquiera saldó las enormes deudas de EEUU con la ONU. Pero en los últimos días Clinton dejó más que una patata caliente a su sucesor. Así fue que se mostró partidario de que se ratificara el Protocolo de Roma sobre el que luego echaría a andar la Corte Penal Internacional (CPI, para juzgar genocidios, crímenes de guerra y contra la humanidad); decidió proteger 60 millones de acres de bosques nacionales irritando a la gran industria maderera nacional; se mostró partidario de firmar el Protocolo de Kioto, y otra serie de medidas que provocarían la ira de Bush. Este haría exactamente todo lo opuesto desde el primer momento. No sólo rechazó de plano la ratificación de la CPI sino que se convirtió en un feroz enemigo de ella, y John Bolton, (posteriormente su embajador ante la ONU), creó la fórmula perfecta para torpedearla y evitar que cualquiera de los cerca de 200.000 soldados, agentes de la CIA o mercenarios a su servicio trabajando en el extranjero, pudieran ser en algún momento llevados ante el banquillo de los acusados de la CPI por haber cometido alguno de los delitos de competencia de ese tribunal.

Para ello creó los BIA, los acuerdos bilaterales de EEUU con decenas de gobiernos que sí forman parte de la CPI, chantajeándolos para que en ningún caso denunciaran a sus tropas o agentes asentados en esos países, aunque cometieran ese tipo de delitos. Aquellos países que aceptaron firmar tales acuerdos consiguieron a cambio un tratamiento privilegiado en las relaciones con EEUU. Los que se negaron a firmarlo perdieron sin embargo acuerdos de cooperación comercial y/o de ayuda militar y, paradójicamente incluso de ayuda en la lucha contra el terrorismo.

Pero todo este tipo de medidas adoptadas en los primeros de Gobierno de Bush, con anulaciones de importantes acuerdos de seguridad internacionales, o tratados comerciales que provocaron serias fricciones con países aliados, se diluyeron con el 11-S. La invocación de la lucha del Bien contra el Mal que hizo Bush logró su efecto, la OTAN hizo frente común, el aspirante a César sintió que estaba mucho más cerca de su objetivo. Luego sus aliados lo secundarían en Afganistán, algunos también en Irak, y los que no lo hicieron se limitaron a criticarle sólo antes de que se iniciara la guerra, pero luego acallaron su voz.

Paradójicamente, cuando la propia ONU reconoce ahora, en 2007, que anualmente mueren 35.000 civiles en Irak, el país ya está totalmente fuera de control, y nadie sabe cómo cerrar la caja de Pandora abierta por EEUU, no se escuchan ya críticas de países como Francia, Alemania o Rusia, que a inicios de 2003, con razón, alertaban de los peligros y de la ilegalidad de una intervención en Irak. Ahora no dicen nada. Los iraquíes están abandonados a su suerte.

Estos países parecen preocupados ahora en observar los próximos pasos de EEUU con respecto a Irán, sólo para saber cuánto les puede afectar a sus propios intereses energéticos, a sus propias empresas y a su propia seguridad.

¿Se puede confiar en que el hecho de que ahora las dos Cámaras en EEUU estén en manos del Partido Demócrata harán cambiar realmente las cosas de forma radical, más allá de tal o cual medida adoptada por este partido puntualmente con claro objetivo electoral? Parece fácil criticar ahora a Bush por los errores cometidos en Irak, golpear sobre el árbol caído, cuando está con el 28% de popularidad, pero el hecho de que durante los últimos seis años los demócratas hayan sido cómplices de una política tan nefasta para el mundo, no se puede olvidar al escuchar su discurso y sus promesas.

Tampoco se puede olvidar lo que fue el último mandato demócrata, el de Bill Clinton, en política exterior. Fue él precisamente quien cedió al chantaje, a las acciones provocadoras de la gusanera Hermanos al Rescate y del lobby de Miami en el Congreso norteamericano y quien terminó firmando en 1996 la cruel Ley para la Libertad y Solidaridad Democrática Cubana, conocida como Ley Helms-Burton., contra Cuba. Dicha ley, por otra parte, fue elaborada no sólo por el ultraderechista senador republicano Jesse Helms, de Carolina del Norte, sino también por el senador del Partido Demócrata por Illinois Dan Burton. A pesar de que otra ley anterior contra Cuba, el Acta por la Democracia en Cuba, más conocida como Ley Torricelli, fue promulgada durante el Gobierno de Bush senior en 1992, en plena campaña electoral, Bill Clinton, tras votar a favor de ella, declaró:”Es un día importante en la causa de la democracia en Cuba”. Y es que menos que estar orgulloso. El proyecto de ley no había sido presentado en este caso ni siquiera por senadores de los dos partidos como luego se haría con la Helms-Burton, sino nada menos que por dos senadores del Partido Demócrata, Robert Torricelli, de New Jersey, y Bob Graham, de Florida.

Fue también durante el mandato de Bill Clinton, en 1994, cuando se pusieron en marcha las Cumbres de las Américas y el lanzamiento del ALCA, como forma de renovar a fines del siglo XX los lazos de dependencia del Imperio por parte de América Latina.

¿Qué fue la intervención de EEUU en Somalia en 1993 bajo el Gobierno de Clinton sino una muestra de lo que jamás se puede hacer, ir a una misión humanitaria entrando en combate abiertamente a favor de una de las partes, salir derrotado militarmente (como mostró la película Black Hawk Down), y abandonar el país precipitadamente dejándolo librado a su suerte, sumido en el caos más absoluto?.

Estas y otras aventuras de Clinton en el exterior, convenientemente revestidas de intervenciones humanitarias parecen hoy día pequeñeces comparadas con el terrorismo de Estado planetario que viene llevando a cabo el Imperio desde 2001, bajo la era Bush, pero no por ello puede ser pasado por alto.

Un genocidio no puede dejar de hacer que un simple asesinato o la complicidad con él también sea condenable.