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DE LA FRUSTRACIÓN PERSONAL A LA CONVULSIÓN GENERAL
Por: Jürgen Schuldt.
( Mariátegui). A pesar de la extendida bonanza macroeconómica, de la que tanto alardea el gobierno, vivimos un surgimiento masivo y sorpresivo de las movilizaciones y protestas que no se daban desde hace tres décadas. El trasfondo estructural del descontento relativamente generalizado radica en una serie de factores de larga data, que ya a nadie parecen llamarle la atención, como son la desigual distribución del ingreso y de la riqueza, la miseria de gran parte de la población y el abandono de las regiones por parte del Estado. Si bien estos factores son condiciones necesarias, no son suficientes para entender la convulsión social. Entre la miríada de causas que se podrían proponer a ese respecto, me atrevo a resaltar unas cuantas.
La primera derivaría de un proceso psico-sociológico dinámico, bautizado como ’efecto túnel’ por el prestigioso economista Albert Hirschman. Otros académicos lo han denominado ’factor esperanza’ (Pablo González Casanova) o la ’política de la frustración’ (Ralf Dahrendorf) o la ’tolerancia limitada frente a las desigualdades’ (Adolfo Figueroa). De acuerdo con esta hipótesis, mientras las personas tengan la expectativa de ver alguna luz al final del túnel y de llegar a destino, la tolerancia respecto a las desigualdades e injusticias percibidas predominará sobre la impaciencia. Sin embargo, según aquel autor, ese proceso no dura ad infinitum: "Esa tolerancia es como un crédito que se vence en cierta fecha. Se concede con la esperanza de que, finalmente, se reducirán de nuevo las disparidades. Si esto no ocurre, habrá inevitablemente problemas y quizá desastres". Es decir, en el momento menos pensado, el proceso puede desembocar en desilusión, frustración, agresividad y depresión en el nivel personal-familiar y, más adelante, puede materializarse en movilizaciones sociopolíticas a diversos niveles, sectores y espacios locales, regionales o, en el extremo, nacionales. En nuestro caso, esa tolerancia se viene observando por lo menos desde hace una década, habiendo desembocado paulatina y efectivamente -más que en movimientos sociopolíticos de envergadura- en emigración masiva, delincuencia común, terrorismo resucitado, corrupción desaforada y, en las elecciones del año pasado, en votos anómicos o de narices tapadas. Y, solo ahora, aquel malestar personal viene decantando en erupciones sociales -aún descoyuntadas- en extendidas zonas críticas del país.
Es decir, el ’crédito sociopolítico’ parece haberse suspendido de golpe en el país hace varias semanas. Por lo que, como bien ha dicho Figueroa, se presenta aun más pronunciada la crisis distributiva: "Los individuos no están dispuestos a tolerar cualquier grado de desigualdad. Hay grados de extrema desigualdad que no tolerarían. Pero, además, actuarían para remediar esta situación que la consideran injusta. Huelgas, protestas, redistribución privada con violencia son algunos de los mecanismos que utilizarán los individuos para tratar de restaurar una situación de desigualdad que sea más justa. Cuando el grado de desigualdad pasa los umbrales de tolerancia social, se produce caos y violencia (...)". Por tanto, lo interesante de este proceso es que, llegado un momento se desencadena un inesperado huayco sociopolítico, atribuible también a la falta de previsión del gobierno y a la inexistencia de canales institucionalizados de concertación. Hirschman ya lo señalaba cuando decía que las frustraciones se van acumulando sigilosamente y que -sin aviso previo- pueden explotarle en el rostro al gobierno y en las circunstancias menos esperadas, sin que medien necesariamente causas exógenas aparentes, como se ha estado dando efectivamente en la coyuntura reciente. Una que otra chispa menor, pero sensible, como el aumento del precio del pan y del pollo, la eliminación de exoneraciones y similares, puede rebalsar el vaso de la paciencia, pero no puede explicar la extensión y radicalidad de las movilizaciones.
El gráfico que se adjunta presenta la evolución de los niveles de frustración, calculados a partir de las encuestas mensuales de Apoyo. El índice correspondiente mide la relación existente entre las expectativas de mejora de la situación económica familiar que tenían las personas hace doce meses (numerador) y sus logros efectivos una vez transcurridos esos doce meses (denominador). Se habla de frustración cuando no se cumplen las expectativas, con lo que el índice será mayor a 1; así como al revés, será menor a 1 si se ha logrado más de lo esperado (satisfacción). Como se puede observar en el diagrama, en lo que va de este gobierno, durante el segundo semestre del año pasado estábamos a un nivel en torno al 1 (de expectativas cumplidas), pero desde entonces ha ido aumentando drásticamente la frustración hasta llegar a 1,31 en junio 2007. No es difícil imaginar que en este mes de julio se rebasará el 1,40 o más.
Sin embargo, en este esquema falta un elemento explicativo fundamental, ya que es necesario reconocer que el descontento y la frustración prolongadas no llevan automáticamente a las movilizaciones, como las que hemos visto estos días. Observando el gráfico adjunto, la frustración económica de las familias ha sido mucho mayor que este año en 1996 y, muy especialmente, en el periodo que va del año 2001 (excepto el segundo semestre, cuando Toledo inició su gobierno) hasta principios de 2004, en que el índice de frustración oscilaba en torno al 1,45. Pero esa tremenda insatisfacción no se sintió en las calles, por lo que nos falta una pieza adicional para entender las movilizaciones recientes. Pensamos que para que estas se den, es indispensable la presencia de un soporte sociopolítico sólido, institucionalizado y con liderazgo. Y es éste el que ha ido madurando en el transcurso del último quinquenio, en que efectivamente -entre otros- el movimiento sindical, los gremios de agricultores y los gobiernos regionales se han organizado y han servido de sustento para que la prolongada frustración se haya podido materializar en paros masivos, aunque aún relativamente desperdigados. Como lo acaba de afirmar el presidente de la federación de trabajadores mineros: "han perdido el miedo y están entrando a formar sus sindicatos. (…). Antes había miedo, porque botaban a los dirigentes. Ahora no y se debe al empuje que les estamos dando". Y, en efecto, la sindicalización ha aumentado a un ritmo anual del 15% durante el último quinquenio, a la par del crecimiento macroeconómico.
Índice de frustración en Lima Metropolitana: 1995-2007 (Escala acotada)
Fuente: Apoyo Opinión y Mercado S.A.(informes mensuales). Elaboración propia.
De manera que, si pretendemos mantener la democracia en el Perú, por más ’delegativa’ que sea, el gobierno tendrá que afrontar seriamente la dramática ’crisis distributiva’, para lo que las concertaciones de un premier-bombero ciertamente no bastan. Más aún, como el principio de "el que no llora no mama" se está cumpliendo como nunca en el país, se ha convertido también en el principal mecanismo de propagación de las movilizaciones. Encima, las concesiones se están restringiendo principalmente a los segmentos C y parte del D de la población. Por lo que, como siempre, los que más necesitan del apoyo público (el resto del D y todos los del E) y que no están en condiciones de movilizarse (ni siquiera hacia fuera del país, como los 336.000 que lo hicieron el año pasado y los 165.000 de enero a mayo de este, según el INEI), siguen quedando fuera de juego. Finalmente, por más que el ’efecto pánico-humala’ se haya desvanecido, sus bases siguen vivas y en busca de otro líder, por lo que también será necesario que los poderes fácticos del país reconozcan la crisis distributiva y se propongan afrontarla (más allá de óbolos miserables), porque hasta ahora lo único que han atinado a balbucear es que esos conflictos sociales ’están espantando la inversión privada’. Y para que esto no suceda en el futuro, no bastará declarar la ilegalidad de las paralizaciones y manifestaciones... a no ser que se realicen en nuestros estadios de fútbol, plazas de toros o coliseos de gallos.