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Chile: El fin de la era del miedo

Isabel Piper

10 de noviembre de 2019

Nota de redacción: Este artículo ha sido publicado bajo el título "Sobre memorias colectivas, miedos y resistencias" en Cuadernos CLACSO del Pensamiento Crítico, Noviembre 2019

Desde que comenzaron las movilizaciones de octubre hemos observado un enorme despliegue de violencia represiva por parte del Estado y diversas estrategias de producción de miedo en la población. Estas estrategias apelan a las memorias de nuestro pasado reciente, contribuyendo a reproducir afectos propios de experiencias diversas que nuestra sociedad recuerda como dolorosas. Para algunos sectores, la posibilidad del desabastecimiento, las colas para conseguir alimentos y la participación activa del pueblo en la demanda por justicia y libertad, constituyen un escenario de amenaza que recuerda la Unidad Popular. La producción de ese miedo no es inocente, y provoca una reacción en algunos sentidos similar a la de aquella época: legitimar e incluso demandar la intervención de las fuerzas armadas. Para otros – la mayoría de la población – la salida de los militares a las calles con sus armas de guerra ocupando los espacios públicos, el toque de queda, el sonido permanente de helicópteros y disparos, las detenciones arbitrarias, los y las desaparecidos/as, muertos, heridos/as y torturados/as recuerdan los largos y violentos años de la dictadura cívico-militar encabezada por Pinochet. La producción de estemiedo tampoco es inocente, y busca provocar parálisis y desactivar las movilizaciones. Desde los primeros días de esta rebelión, hemos tenido la experiencia de un pasado que se hace actual, y que amenaza con atraparnos en un miedo extremo. La memoria opera como un articulador entre pasado y presente y de pronto calendarios y geografías se confunden.

La memoria hegemónica de nuestro pasado reciente se ha construido en torno a un argumento muy claro: la excesiva politización, las utopías de cambiar estructuralmente la sociedad y las prácticas políticas que se resisten a la dominación llevan a la polarización, el caos y la violencia, lo que habría hecho “inevitable” el golpe de estado de 1973 y los dolorosos 17 años de dictadura militar que le siguieron. Esta narrativa sobre nuestro pasado reciente forma parte del dispositivo de la transición, y nos convence por una parte que la politización y las utopías son peligrosas, y por otra que intentar hacer cambios estructurales en la sociedad no puede sino acabar mal. Esta versión hegemónica del pasado, nos han constituido en sujetos temerosos, que ponemos la prudencia por sobre los deseos, y la resignación práctica por sobre las utopías.

Pero el desabastecimiento demostró ser sólo un fantasma, y a la estrategia de las colas y supermercados cerrados le siguió rápidamente una que buscó la vuelta a la normalidad. ¿Qué pasó con el miedo a volver a la Unidad Popular? ¿qué pasó con la amenaza de la invasión del marxismo internacional, esta vez encarnado por Cuba y Venezuela, e incluso por seres alienígenas? Pasó que el afán de normalización de los dueños del país- que no quieren perder dinero - llevó a abrir las puertas de los centros comerciales y a invitar al consumo como si esto se fuera a resolver como una negociación de cualquier empresa. Y así, ese fantasma se difuminó hasta hacerse cada vez más tenue e incluso ridículo.

Sin embargo, la amenaza de la represión política del estado resultó ser real. Y la memoria produce miedo, pues nos recuerda la violencia de la que son capaces de promover y ejercer los sectores dominantes cuando ven que el pueblo se rebela y nos muestra claramente qué es lo que pude suceder. La dictadura naturalizó la posibilidad de la tortura, el dolor extremo y la muerte, como parte inherente a la acción política, lo que nunca dejó de ser real. En Chile no dejaron de existir prácticas que mostraban claramente lo que pasaría si osábamos a creer nuevamente que podríamos luchar por una sociedad más justa. Mientras los miedos de esas memorias hacían dudar sobre todo a personas adultas, promovían la rebeldía entre jóvenes que se definieron a sí mismos/as - ya en el 2011- como la generación sin miedo, pero que sin embargo nunca pusieron en cuestión el carácter natural de la relación entre política y violencia. Es decir, nunca dejaron de saber que resistirse al neoliberalismo los convertía en focos privilegiados/as de la violencia del estado. A mediados de octubre de 2019 la transición mostró su cara más oscura y nos recordó que la violencia de estado, sus órganos de ejercicio, sus herramientas materiales y estrategias discursivas están plenamente vigentes. Se mostró golpeando y disparando a nuestros jóvenes que evadieron el pago del pasaje del metro.

El miedo y su negación que es la contraparte, se hicieron plenamente actuales. Pero nuestro pueblo – que recuerda muy bien lo que significa tener militares en la calle y vivir atemorizados/as – se rebeló. Esta vez el miedo no paralizó, sino que se convirtió en el motor afectivo de una lucha que se niega a recorrer el mismo camino que hace 46 años. Las formas de este afecto y sus reacciones son múltiples y muy diversas, sin embargo, podemos ver cómo promovió espacios de encuentro, salidas a la calle, reuniones, asambleas, marchas y manifestaciones con contenidos y sujetos diversos que tienen en común decir “basta”. No volveremos a vivir con miedo. El pueblo salió a la calle, y en la acción colectiva de habitar nuevamente nuestras ciudades nos encontramos, haciendo que los miedos sean menos monstruosos, que la solidaridad y energía de quienes nos rodean nos permita recuperar la esperanza de soñar y el entusiasmo activo de luchar por un mundo mejor.

Nuestra sociedad está recordando, repitiendo e inventando diversas formas de resistencia a los mecanismos de dominación propios del neoliberalismo. Al hacerlo se está enfrentando a su violencia que están siendo feróz, cruel y descarnada. Algunas personas intentamos convivir con nuestros temores pasados y presentes. Otras se definen a sí misma como las “sin miedo”. Pero todas tenemos en común encontrarnos en la calle, y por primera vez en muchos años nos miramos a la cara, nos reconocemos como parte de la misma lucha, nos emocionamos juntos/as, reimos, lloramos, gritamos y cantamos. La experiencia de formar parte de ese cuerpo colectivo es el mejor antidoto para el miedo, y lo convierte en valor, en solidaridad y en esperanza. Ese es un gran triunfo y es nuestro, y con el vamos a reescribir nuestras memorias colectivas.