TRÍPTICO DE UN ACECHO FEMENINO
Por: Eduardo Pérsico (*).
Alquilar en el Village y subir con mi valija a un quinto piso, me liquidó, aunque era vivir de verdad en Nueva York habitar el número 55 de Barrow St., a metros de la Séptima y Blecker. El departamento ocho era extrañamente contiguo al quince y al doce y medio, donde vivía una anciana pareja de italianos y únicos seres visibles del edificio, me comentó la encargada.
Debía olvidarme de comentar sobre las mujeres y el menosprecio de las religiones por ellas; en verdad eso ni las inquieta pero aborrecen a quienes buscan descifrar sus mensajes en cada mirada y me lo advirtieron. Igual, el primer día que desperté en ese barrio sentí que allí latía el corazón del mundo, la señora italiana asintió con la cabeza al verme salir, una muchacha somnolienta me saludó sonriente en una galería del Soho y por la calle Cuatro, de improviso emergió un músico de gesto peregrino, coleta de pelo con una cinta y un chaquetón que fuera rojo alguna vez, que soplaba su saxo y asintió compañeramente mi gesto de aflojarle un dólar en el estuche. Esa mañana hacía frío y al volver a Barrow descubrí un papel en el bolsillo de mi gabán: "Scarborough, a las 10 A.M"...
Por mi ventana entraba al cuarto el Greenwich Music School y era bueno despertar oyendo las digitaciones de algún pianista calentando dedos y luego ir subiendo trabajosamente a Béla Bartok. Abajo, la calle revivía ayudada por los bocinazos y unos pájaros pardos entre los tornasoles de abril, y al siguiente amanecer recibí otro aviso deslizado bajo mi puerta. "No olvidarse, Scarborough a las once. Lo aguardaremos". Ya eran las nueve, yo no tendría tiempo y elegí visitar uno de esos museos que ostenta Nueva York para avisarnos de nuestra pequeñez. Y esa tarde el Metropolitan Museum desbordaba de japoneses presurosos y prolijos italianos evaluando al Lute Caravaggio y las artesanías de Tiffany, cuando percibí el roce de una mujer y al pagar unos envases de comida que comprara al volver, encontré otra nota "no lo esperamos más, viaje a Scarborough". Supuse que era una estación de tren.
Cada noche por la calle Blecker se exhibía una fauna feliz en sorprender con su propio enigma y fue agradable repetir mis copas en el Bar Español, con los mismos habitúes durante tres noches seguidas y demoradas. Al fin era divertido cuando cada uno se anticipaba a las apoyaturas del otro y al comentar el castigo a una adúltera en un país musulmán, Manuel, el españolito homosexual que atendía la barra recordó otras violencias sin difusión que se daban dentro de Nueva York, como si nada. De verdad, el chico tenía buena información y al irme le pregunté por la estación Scarborough, me indicó en detalle y ya en la calle descubrí en mi abrigo "mañana es el último día". Como era letra femenina pensé en una mujer que disimulara en una mesa del bar y seguí mi camino.
Hoy no acomodé la habitación ni lavé la taza de café. Scarborough queda a quince estaciones de Grand Central por la ribera derecha del Hudson, un río siempre cercano adonde uno vaya. Compré sólo un boleto de ida, llevo todos mis dólares encima y me distrae una hembra rubia mirando por la ventanilla; es quien me tropezara en el museo pero eso ya no me inquieta. Llegando a Ludlow el sol es un globo violeta contra los edificios de ladrillos ocres, - tal vez extrañaré ese sol- y por ahí me reitero que New York finge acceder a su invitado. Tanta diferencia aparenta ser un definido mosaico pero al fin blancos aquí y verdes en el próximo cuadrito; Up and Down; un collar feticheando en el pescuezo de una trepadora y los Homeless miserables sumando umbrales a cada minuto. Esta ciudad es un diálogo de lenguaje mezclado sobre la igualdad y otras utopías tan fugaces como la dicha; sin ninguna relación sonreí por las feministas y que San Pablo les ordenó no hablar en la iglesia y que si algo deseaban saber deberían preguntarle al marido...
La mujer rubia cambió su lugar y ahora la presiento detrás de mí, mirando el río. La luz inflamaba cada tono del día, la guardatren anunció Scarborough, entonces lamenté la premura del viaje y recién al detenernos dejé mi asiento. Algunas personas dormitaban en el vagón, vi alejarse a la pasajera rubia y me agradó el aire frío al caminar hasta una valla metálica, frente a las colinas deshabitadas. En esa soledad se oía el chapotear del río y a un pájaro renegrido flirteando con el viento; ya llegarían quienes me llamaron.
Al aparecer el auto por un sendero entre árboles altísimos más bien imaginé el ruido del motor y a la mujer sentada a la derecha de quien conduce. Para que todas pudieran verla solté al aire la hoja que escribiera la noche pasada, sabiendo que la mayoría de la mujeres despreciarían esa representación. Me afirmo en mis zapatos; tengo mucho miedo pero me protege cierta calidez porque mi vida ha valido la pena. Aflojo mis manos a cada lado cuando el auto frena a un metro y una mujer me apunta sin mirarme los ojos. Espero que dispare.
DOS
Nosotras no queríamos discutir con ese hombre pero usamos el lenguaje que cualquier latino entiende; primero le mostramos un arma, luego le dimos unos dólares y lo mismo él prosiguió preocupado por nuestras miradas y dijo algo del pasado que nos tocó vivir a las mujeres. ¿Por qué se esmeran los tipos con asuntos que no le conciernen?- nos preguntamos y decidimos controlarlo más de cerca. Al principio hicimos que sólo nos intuyera, una vez una de nosotras le habló en un autobús y él descendió sin contestarnos; al fin no creímos más en su ingenuidad y que el tipo nos aventajaba en alguna jugada. Aunque por supuesto, nosotras como grupo tenemos reglas precisas y no existen espionajes que valgan en nuestra contra; la rubia tonta y despistada es un fraude cinematográfico y nuestra actitud actual es bien seria. No queremos saber si en el Antiguo Testamento somos impuras, el nombre del Papa que nos prohibió subir a los altares y las atrocidades del clero musulmán en nuestra contra. Por ahora no discutiremos ni un renglón de todo eso pero vamos en camino... Y por eso nos molestó tanto que el hombre de Nueva York nos subestimara cuando en una cafetería de la Tercera Avenida la mesera le preguntó qué escribía.
Nada - le dijo cerrando un anotador y al irse la miró en los ojos para decirle ‘sos muy hermosa’, una verdadera pendejada.
Pero al mudarse al Village el mismo nos facilitó su seguimiento. Además de husmear por los museos nunca se alejaba del barrio y podíamos olvidarlo; en su edificio vivía una señora mayor, una italiana amiga nuestra... Por ese barrio todo resulta normal: cabezas afeitadas, pelos pintados de verde, abundan podridos homosexuales embutidos en calzas de cuero brilloso y un gentío con desgano por la vida. Chifladuras sin valor, aunque averiguar nuestra manera de entendernos es algo siniestro y al charlar en una exposición del Soho nos convencimos de que el hombre era un ingenuo. Empecinado en explicar a las mujeres en la historia, - ya dijimos, de eso por ahora ni hablamos- el fulano provocaría un escándalo, y al verlo siempre rodeado de gente nocturna debimos sacarlo de su habitación donde escribía o miraba nevar tras la ventana. Embelesado con la nieve al viento y la música de un saxofonista, en Broadway y la Cuatro le dejamos un aviso en el abrigo y él siguió en lo suyo, sin enterarse. Esa mañana volaba un aire helado y el músico de pelo grasiento sujeto con una cinta tal vez fuera un cómplice; es gente que jamás anda sola. Al día siguiente tampoco llegó a Scarborough y lo vigilamos sabiendo si alguien nos ignora; sin mirarnos deambuló por pintores y sarcófagos viejos en el Metropolitan Museum y si lo rozábamos, componía sus lentes y miraba sin convicción. Ya descontábamos que el tipo pronto iría a Scarborough pero igual dejamos otra nota en su bolsa de compras.
El domingo él no ordenó su ropa ni enjuagó la taza de café. Viajó en el tren atento a los edificios al borde del río Hudson con el gesto indolente de quien repite un trayecto, y al sentarnos detrás suyo pretendió releer su último escrito. Dejó su asiento recién cuando el tren se detuvo y sin apuro caminó hacia la ruta; el silencio era definitivo, divisó nuestro auto en la curva de la arboleda alta y dejó caer la hoja de papel. Se contuvo un instante antes de volver a levantarla y al fin se afirmó con las piernas abiertas; al verlo bien de cerca nos pareció de más edad y esquivamos mirarlo en los ojos.
TRES
El hombre había llegado de un país lejano, al sur del mapa, donde anduviera escribiendo y hablando sobre la propiedad de la tierra, la gente pobre y esas otras manías de buscarse problemas. Por cierto, a pesar de vivir cómodo en New York añoraba la resonancia de la pampa inmedible, la majestad de un cóndor en el abra luminosa de la montaña, el paisaje de algún atardecer oloroso de manzanas y los asados con amigos en el antiguo patio de su infancia, en Buenos Aires. De verdad las mujeres de New York creyeron exagerado que él hablara siempre de ellas y hasta mencionara viejos catecismos de la religión para convencerlas de que las defendía, hasta que por ahí descubrieron su interés real: descifrarles el trasfondo de la mirada y su misterio más profundo, un verdadero peligro. ‘No queremos discutir nada’, le impusieron al darle un manojo de dólares y una le apoyó un revólver en el estómago, sonriendo. Sin ningún fervor él prometió guardarse sus escritos y como naturalmente tampoco le creyeron, dispusieron vigilarlo más de cerca todo el día. En su habitación, en el museo, viajando en el subway o tomando sus copas en un bar, al principio el tipo interponía sonrisas y gestos refinados, pero al mudarse al Village las mujeres comprendieron que ya no cambiaría y lo citaron a Scarborough, por la línea Hudson. El personaje un tiempo se demoró por Manhattan con músicos solitarios, husmeando librerías, viendo farolear los contraluces de la nieve y oyendo a los puntuales alumnos del Music School al despertarlo, igual que los zorzales de cuando adolescente. Hasta que una mañana sin acomodar su cuarto compró un boleto a Scarborough, subió al tren donde viajaba poca gente cuando mas allá de las vías el sol deslucía los vecindarios y él viajó repasando algún pensamiento melancólico. Presentía que detrás suyo alguien iría contemplando el río, por momentos pensó que el tren corría impiadosamente y entrando a Scarborough releyó la página que escribiera la noche anterior. Después anduvo sin apremio hacia una valla metálica, se sentó a esperar y al divisar el auto que vendría por él, soltó el escrito contra el viento que sometía la voz de los pescadores y el revoloteo de algún pajarraco negro. La mujer que manejaba lo conocería del bar o de una galería en el Soho, su acompañante le disparó al centro del pecho, enseguida levantó la página que remecía el aire y al leerla celebró haber ajusticiado a un espía.
“Al margen de todos los idiomas las mujeres se comunican siempre. En un fugaz parpadeo suelen cruzarse tormentas y palomas, agredirse, confabularse, y en un parpadeo sólo perceptible por ellas se dicen el mensaje más temible. ‘Ese hombre que te acompaña es el marido de tu mejor amiga’, requiere un preciso entrecerrar de ojos que nadie advierte; y en las reuniones elegantes, se cambian miradas de calificar a los hombres del entorno y además afirmarse ‘no discutamos chicas, que vamos ganando’. Más otros códigos insondables de esta triunfal especie”.
(*). Eduardo Pérsico, narrador y ensayista, publicó cuentos, poesía, seis novelas que se reeditan y la tesis “Lunfardo en el Tango y la Poética Popular”. Nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.