MARCOS ANA, UN LUCHADOR ETERNO
El Diario
A los 96 años de edad, el jueves 24 de noviembre del 2016, falleció el poeta y activista Marcos Ana. Fue el preso político que más tiempo estuvo en las cárceles de la dictadura franquista. Paso 23 años en la prisión. Como lo dijo un editorial tres años antes de su fallecimiento, fue “el preso político más longevo de España. Lejos del odio y de la venganza, Marcos Ana rescata hoy los valores que siempre le han mantenido de pie, la unidad y la fuerza de las ideas para hacer frente a esta crisis económica y moral. Asiste indignado al robo de muchos de los derechos que a tantos compañeros suyos le costaron la vida, al descrédito político, a la corrupción en el poder, al desmantelamiento de los servicios sociales públicos, al olvido del pasado reciente o al hondo calado de la pobreza en muchas familias. Así levanta su voz de nuevo un poeta que entregó sus mejores años a la defensa de aquello que ha dirigido su vida: la solidaridad entre los pueblos” (presentación del libro: Vale la pena luchar, cuyo autor es Marco Ana).
Un fragmento de unos de sus poemas: “Pequeña carta al mundo”
No sabéis lo que es un hombre,
sangrando y roto, en un cepo.
Si lo supieseis vendrías
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
con el corazón deshecho,
enarbolando los puños
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo;
de nieve, a mis camaradas
entre sus cadenas muertos...
recoged nuestras banderas,
nuestro dolor, nuestro sueño,
los nombres que en las paredes
con dulce amor grabaremos.
Y en la soledad del muro
hallareis mi testamento:
al mundo le dejo todo,
lo que tengo y lo que siento,
lo que he sido entre los míos,
lo que soy, lo que sostengo:
una bandera sin llanto,
un amor, algunos versos...
y en las piedras lacerantes
de este patio gris, desierto,
mi grito, como una estatua terrible y rota, en el centro.
MARCOS ANA, 23 AÑOS EN LAS CÁRCELES DE FRANCO
Publicado el 15 diciembre, 2014 por Javier Rodríguez Godoy
Marcos Ana pasó 23 años en las cárceles, de 1939 a 1962, por pertenecer a las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas). Sus poemas le valieron la amistad con Alberti, Neruda y Miguel Hernández. El régimen de Franco le acusó de tres asesinatos. Al salir, con 42 años, tenía las ideas de un hombre comprometido con la solidaridad y el comportamiento de un niño. Tuvo que volver a empezar. Esta es su historia.
La seis de la mañana era la hora en que se fusilaba a los presos en España. De lunes a sábado, un oficial gritaba los nombres de los condenados de madrugada, se los llevaban entre sollozos y silencios a una capilla de soledades y al cabo de una hora los metían en un camión para fusilarlos a las seis de la mañana. Los domingos se respetaba el día del Señor: no había fusilamientos. Los presos llamaban “sacas” a este ritual macabro y sistemático.
Marcos Ana (Alconada, Salamanca, 1920) pasó 23 años en las cárceles franquistas y vivió las sacas con la misma ansiedad que sus compañeros. Entró en mayo de 1939 con diecinueve años acusado de adhesión a la rebelión por su pertenencia a las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas) durante la Guerra Civil y salió en noviembre de 1961 con cuarenta y dos. Durante ese periodo le condenaron dos veces a muerte: acusado de tres asesinatos la primera; la segunda, por la autoría de un periódico comunista en la prisión. Ambas se las conmutaron por treinta años de cárcel cada una. “¡Me han condenado sesenta años!”, gritaba feliz.
Hoy Marcos Ana tiene 95 años y vive en Madrid. Cada mañana su hijo “Marquitos” le sugiere que haga una hora de bici estática. La bici está en el salón, junto al tenderete de ropa para secar, y es lo primero que se ve al entrar en su casa. Es un espacio humilde con aire de templo, excepto por la bici. Marcos hace vida en el salón, que ocupa la mayor parte de la casa. Abre la puerta principal, alta y verde, y señala al sofá. El sofá azul, de dos plazas, exhibe una bandera republicana extendida con cariño sobre el respaldo. Frente al sofá, la pared más larga de la estancia está ocupada por una gran estantería llena de libros, fotos y recuerdos. Del mueble sale un apéndice a modo de escritorio. Está desordenado, repleto de notas adhesivas amarillas. El único punto armónico es el ordenador que Marcos maneja con cierta soltura. Algunas mañanas Marcos se asoma al ventanal, frente a la puerta principal, para tomarle el pulso a la vida. Un pequeño estante de cuatro caras situado entre el sofá y el escritorio muestra una gran foto original del Che, la de Miguel Hernández a su lado, y una placa detrás de las dos fotografías en la que se intuye un relegado “Av. de la República”.
Marcos camina hacia el ordenador. Da pasos seguros, sin arrastrar los pies porque no es un hombre abatido. Se sienta frente al documento Word que estaba trabajando:
—Bueno, sentaos. Ya me había olvidado de vosotros. Tengo memoria para las cosas de hace muchos años, pero para las de un día para otro ya me falla. ¿Cómo se cierra esto? —dice Marcos.
—Ya le ayudo. ¿Dónde quiere guardarlo?
—En… ¿cómo se llama esa pantalla que…? —pregunta Marcos.
—¿El escritorio?
—Sí, eso. Bueno, tampoco importa mucho: era una carta a los presos de Bolivia y llevaba la primera frase.
En casa de Marcos Ana se escuchan historias como en las acampadas frente a la hoguera. Desgrana con precisión robótica sus años de cárcel y su posterior gira mundial en favor de la amnistía por los presos políticos de España. A ello dedicó toda su vida en libertad.
En 1939, un oficial de la cárcel de Porlier (Madrid) conocido como “el Zapatones” se deleitaba en las sacas pronunciando el nombre y guardando un sádico silencio antes de decir el apellido. El Zapatones, fumando, creaba una espera angustiosa entre los presos. A Marcos Ana le llamaron para “sacarlo” en 1942. Lo hicieron por su nombre real, Sebastián Fernando Macarro Castillo, pero se equivocaron: no le tocaba a él, aunque no lo supo hasta pasadas las cinco de la madrugada.
Fernando Macarro se puso el nombre de su padre, Marcos, y el de su madre, Ana, para llevarlos siempre consigo. Así firma sus libros de poemas, sus memorias, y por ese nombre le conocieron el Che, Fidel Castro, Pablo Neruda, Rafael Alberti, Salvador Allende y hasta la Reina Madre Elisabeth de Bélgica, que apoyó la campaña de amnistía por los presos políticos de España en los sesenta.
Marcos reconoció el cuerpo de su padre por sus botas en 1937. Lo encontró huyendo a casa desde un cine cuando comenzaron a caer las bombas. Al principio sólo fue un cuerpo, pero con una linterna vio la cabeza de su padre destrozada por la metralla. La madre nunca se quitó la pena de haber mandado a su marido a por un recado aquella maldita tarde.
Tampoco la de no abrazar a su hijo en libertad. Ana lo vio tiempo después en la cárcel una mañana en que acababan de torturarle, todavía con la sangre fresca y con las manos esposadas a la espalda. “Descubrí a mi pobre madre arrebujada en su toquilla oscura, con su eterno pañuelo negro sobre la cabeza. Estaba esperando para entregarme un pequeño paquete de comida”, recuerda Marcos. “Al ver lo que hicieron conmigo, echó a correr y de rodillas se abrazó a las piernas de uno de los policías llorando: ‘Por favor, por favor, tengan piedad, están matando a mi hijo, me lo están matando’. Con los pies la empujaron y se la quitaron de encima y allí quedó llorando, tirada en el suelo. Esa escena, que no olvidé nunca, fue más cruel y más insufrible que todos los martirios”.
Durante los 23 años de presidio, Marcos Ana siguió colaborando en clandestinidad con el Partido Comunista. Organizaban tertulias, formaban a otros reos, redactaban panfletos (uno le costó una pena de muerte) o escondían libros prohibidos en el interior de otros, como el Canto General de Neruda, con el que salió de la cárcel Marcos aquella tarde de noviembre de 1961, “virgen y mártir”, como recuerda entre sonrisas.
En una ocasión, Marcos Ana se suicidó por la causa comunista. Escribió un documento comprometido para el exterior. Le pilló por sorpresa un castigo, frecuente, y olvidó el papel en la celda. Para recuperarlo antes de que lo vieran los oficiales, Marcos trató de fingir un suicidio arrancándose a mordiscos lo que pudo del interior del brazo izquierdo. La vena le resbalaba en los dientes, pero con un imperdible que sujetaba el bolsillo de su chaqueta se hizo una orgullosa carnicería. Le llevaron a la enfermería, desde donde pudo avisar a un compañero para recoger aquel papel.
Mientras Marcos Ana revive su historia, el timbre de su casa suena regularmente y él se levanta a abrir. Es su editor. El pestillo de su puerta tiene truco, de manera que sólo sabe abrirlo él.
La gente viene a escucharle, a entrevistarle, a pedirle consejo. La casa es de Teodulfo Lagunero, “un millonario comunista”, dice Marcos. Fue Lagunero, con quien mantiene una larga amistad, quien ayudó a Santiago Carrillo a entrar en España clandestinamente en un Mercedes y con una peluca. El dueño del bar de abajo de su casa conoce a Marcos desde que llegó de París, semanas antes del 9 de abril de 1977, cuando se legalizó el Partido Comunista de España. “Es una persona maravillosa”, dice, “y todos en el barrio le conocen. Y siendo el barrio de Salamanca es algo que… Baja aquí a desayunar y a leer el periódico y muchos días viene a comer. A veces se lo sube para casa. Un platito, porque no come mucho, el hombre. Que Dios le dé salud”.
Marcos fue miembro del Consejo Mundial de la Paz, como Neruda. Se veían con frecuencia. La vida de Marcos Ana después de la cárcel fue vertiginosa: gira por Europa y Latinoamérica contando su historia terrible, trabajando por el fin de la Dictadura en España. En el campo de concentración de Auschwitz con Neruda, Marcos rompió a llorar. “Marcos, es increíble que a un hombre que ha sufrido lo que tú todavía le queden lágrimas”, le dijo Neruda. Todavía se emociona, aunque el editor pone cara de haberlo escuchado cien veces. Marcos se echa la mano a los ojos cuando habla de la dignidad de los presos comunistas.
—¿Pero qué es la dignidad?
—La dignidad es ser fiel a ti mismo. Y si eres un hombre con ideas, ser fiel a esas ideas. En la gente militante era lo más importante, porque tenían que enfrentarla con la represión a diario.
—Contra el hambre, por ejemplo.
—Sí, recuerdo un día en la celda esperando la hora de la comida, ensalivando, y escuché el sonido de las gavetas. Pensaba: “coño, si tuviera suerte y me cayeran unos trozos de tocino.” Porque era sólo caldo. Y me caen no un trozo de tocino, ¡sino dos! Y fíjate, feliz, ¿no? Pero un preso, sin levantar la cabeza, me dijo: “hay huelga de hambre en el patio general”. Volqué los dos trozos de tocino a la cazuela. “Pero hombre, ¿cómo hace usted eso?”, me preguntó otro preso. “Porque somos una misma familia”, le dije.
Otros no aguantaron el hambre. Hubo quien se comió la hierba del patio de las cárceles y quien, en el extremo de la desesperación, vomitaba lo poco que había ingerido para volvérselo a comer. Así creaba la sensación comer dos veces.
Marcos Ana señala un póster colgado cerca del sofá. Es el cartel del homenaje que le hicieron en el Estadium Luna Park de Buenos Aires en 1962. Fueron más de 60.000 personas. El ministerio de Turismo, dirigido por Manuel Fraga, presidente de honor del Partido Popular español, envió una circular a todas las embajadas: “Marcos Ana, asesino”. En el discurso inaugural de Marcos en Luna Park, “le di las gracias a Fraga por la perversa contribución al acto”, dice, “porque aquello dio más ganas a la gente de saber quién era”.
Cincuenta años después de la salida de Marcos Ana de la prisión, la derecha española continúa su campaña de desprestigio. El semanario Alba publicó en 2010 un reportaje sobre los asesinatos imputados a Fernando Macarro Castillo. Apelaron a la causa 120.967, caja 3718/5 del Archivo Histórico de Defensa de España donde se encuentra el expediente de Marcos Ana. Allí se conserva el periódico Juventud que escribieron con primorosa dedicación los miembros de la JSU del penal de Porlier en 1943 y por el que condenaron a Marcos a muerte por segunda vez. En la causa aparecen los argumentos de la Guardia Civil que probarían esos asesinatos y a los que el semanario da valor. No se dice que otros dirigentes de las JSU pagaron por esos mismos crímenes, práctica habitual durante el Franquismo. Ninguno de los testigos de los tres asesinatos presenció ni identificó a Marcos Ana, según el expediente. Lo más que se atrevió a pedir el abogado de oficio de Marcos Ana fue clemencia, en un juicio sin ninguna garantía.
Marcos Ana recorre hoy su casa como recorre los espacios de su memoria. “Tengo que decirle a mi hijo que me ayude, soy muy desordenado”. Detrás de unos libros muestra la medalla del Premio de Bellas Artes. Se la entregó el Rey a un republicano. “Ya”, sonríe: Juan Carlos es “una criatura de Franco”, según reconoce Marcos. Sonríe sin rencor, ni odia ni exige venganza. Su venganza es ver el mundo que ayudó a construir.
Le torturaron. La Guardia Civil pintaba las paredes de amarillo en la Dirección General de Seguridad, en la Plaza del Sol, y las salpicaban con sangre “para madurarnos”. “Ir con odio es como ir con un pedrusco en el bolsillo”, dice Marcos. “Yo no lo quiero”.
Desde la cárcel Marcos fue hilvanando sueños en soledad: abrazar a su propio hijo, ver la línea del horizonte, salir al campo. Hacia el final de su cautiverio escribió un poema que dio la vuelta al mundo. En él refleja cómo se diluye la realidad tras tanta losa y no recuerda ni la geometría de un árbol.
“Yo estaba acostumbrado a espacios cortos y verticales, de manera que cuando salí de la cárcel lo peor fue adaptarme a la libertad”. Marcos Ana vomitaba en espacios abiertos porque el nervio óptico no toleraba la imagen, como cuando te pones unas gafas ajenas. Para bromear, cuando le preguntan a qué le costó adaptarse más suele responder que “los coches y las mujeres, que son los que tenían las curvas más cambiadas”. Durante un homenaje en Bruselas, una mujer le dijo que tuviera cuidado, porque son las dos cosas que le podían atropellar. “Y era verdad”, dice Marcos.
A los tres años de su salida de prisión Marcos Ana ya era un padre de familia con mujer y tres niños. Su compañera era Vida Sender. En 1963 era secretaria de la Delegación de Cuba en la Unesco. Vida tenía dos hijos pequeños y con Marcos tuvo el tercero. Hasta que conoció a su mujer, la vergüenza de Marcos Ana con las mujeres era casi enfermiza. No sabía cómo comportarse, qué decir, qué hacer. Superó los complejos, pasó de la adolescencia a la madurez sin pasar por la juventud como quien salta un charco, con un golpe al caer y un impulso hacia delante. Vida y Marcos se separaron, pero mantienen buena relación. Ella viene con regularidad desde París a verle a él y a su hijo. Estas Navidades estarán juntos en Madrid. Bromea: “A veces digo que Marquitos es lo mejor que me ha dado la Vida”.
—Bueno, ¿qué hacemos? —dice Marcos desde la silla del ordenador.
—Ver algunas fotografías con usted.
—Ah, pues a ver si puedo encontrarlas aquí. No, en esta carpeta no. Bueno, es que con el ordenador se aclara mi hijo.
—Podemos volver otro día…
—A ver: ¡Marcos! ¿Sabes dónde están las fotos? —le dice a su hijo. Como su hijo no sabe: —Pues pensé que las tenía.
—Podemos mirar las de su libro.
—Ah, es verdad. No me acordaba, acércamelo.
Repasa con el dedo los carteles de homenajes por el mundo, sus abrazos con Neruda, con Allende. Visita los recuerdos del CISE, el Centro de Información Solidaridad con España que presidió Picasso y fundó Marcos. Toda su vida está dedicada a la solidaridad. “Yo por lo menos he tenido una recompensa”, señala, “he sido admirado, he viajado por el mundo, recibí el cariño de la gente… Pero cuando me hacen esos homenajes yo siempre pienso en los compañeros que sufrieron lo que yo, pero no tuvieron recompensa. A esos les llamo los ‘héroes oscuros‘”.
“Hay que escuchar a la juventud”, suelta. “Ellos tienen la respuesta de su tiempo”.
—¿Usted fue del 15M?
—Claro, hay que estar con ellos. Cuando la juventud se conciencia siempre es hermoso. El 15M fue un respiro en medio de la tormenta. En la juventud hemos sembrado nuestra historia. Ellos son el futuro. Es decir, el futuro va a ser así. Recuerdo una frase de cuando les desalojaron: “No nos vamos, nos trasladamos a tu conciencia” —dice Marcos.
—Usted se mantiene joven
—Ahora me voy a comprar un Mac, ¡2.000€ cuesta! Como el de mi hijo. Lo hago para motivarme.
—¿Sigue escribiendo poesía?
—A veces, cuando me enamoro —ríe.