7 de octubre de 2023

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LA MATANZA DE SOCOS Y LA IMPUNIDAD EN PERU

Por: Wilson Enríquez.

19 de noviembre de 2012

La impunidad en Perú atraviesa un largo recorrido. Desde 1980 hasta Ollanta Humala ahora en el 2012, los gobiernos han instaurado la impunidad como una condecoración a policías, militares y civiles criminales. Uno de estos brutales crímenes fue el ejecutado por la policia en Soccos, un pequeño pueblo andino considerado como base de apoyo de la guerrilla de Sendero Luminoso.

Esta matanza fue el 13 de noviembre de 1983. Han pasado 29 años y en Perú son pocos los que se acuerdan de esta acción de exterminio de pobladores. La vida en Socos se pasaba más o menos en calma y en la rutina de los pueblos que viven de los alimentos que le entrega la tierra. Este pueblo es un paraje ayacuchano a sólo 18 kilómetros de la ciudad de Huamanga. Esta calma fue rota un día cuando miembros de la ex Guardia Civil, la mayoría pertenecientes al grupo de élite policial de lucha contrasubversiva conocidos como los «Sinchis», irrumpieron en la casa de unos lugareños donde se venía desarrollando una fiesta de «pedida de mano» en matrimonio. Sin motivo aparente, salvo el evidente desprecio que profesaban estos policías contra la condición de pobres, campesinos, serranos e indios, le quitaron la vida a más de tres decenas de personas, de diverso género y edad con una crueldad sin límites.

Esta masacre ha quedado prácticamente en el olvido, pues no es funcional a los intereses de los poderosos medios de comunicación limeños recordar crímenes a título del Estado peruano perpetrados con vesania y macabro frenesí; más aún, si se trata de una potente metonimia de las inacabables «pulsiones de muerte» entre la Lima «señorial» y el Sur peruano «indio».

El presente artículo está basado casi íntegramente en datos extraídos del sub-capítulo 2.1. del Tomo VII del Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) del Perú, debemos decir con toda honestidad que gran parte de este artículo vendría a ser casi una simple edición del referido sub-capítulo del Informe de la CVR, pues en este caso específico, consideramos que la CVR aplicó un trabajo investigativo y metodológico rigurosos, intentando brindar una descripción de los hechos fidedigna e imparcial; no obstante, discrepamos con las explicaciones conclusivas de la CVR, también presente en el subcapítulo de marras, pues no se ajustan a la propia descripción de los hechos que ofrecen previamente, y además, resultan evidentemente forzadas y direccionadas, pues no cuestionan la institucionalidad policial, como institución involucrada en este horrendo crimen, ni tampoco la lenidad del Poder Judicial, que aplica simbólicamente penas drásticas contra los autores, pero en la ejecución penal escamoteó su actividad punitiva.

El Yaycupacu en Socos

El campamento policial fue instalado en Socos por disposición del Comando Político Militar de la Zona de Emergencia de Ayacucho, menos de dos meses antes de que ocurriera la masacre. Casi simultáneamente a la llegada de los efectivos policiales —muchos de ellos provenientes de departamentos de la Costa peruana— se iniciaron una serie de abusos perpetrados por éstos contra la población —la mayoría quechua hablantes, campesinos, pobres, muchos de ellos iletrados y viviendo en condiciones de precariedad; los robos de la policía a los campesinos de sus bienes y animales domésticos, con mucha prontitud se convirtieron en algo cotidiano.

El 13 de noviembre de 1983, se celebraba una fiesta en la que Adilberto Quispe Janampa pedía en matrimonio a Maximiliana Zamora Quispe, tradicional acto del lugar conocido como «Yaycupacu» (pedida de mano).

Como se estilaba en Socos, los familiares del novio prepararon comida y bebidas de la zona, convocando a los amigos y parientes más cercanos a la fiesta. Cuando el novio y su comitiva se disponían a ir al encuentro de la novia, repentinamente dos efectivos policiales ingresaron de manera violenta a la vivienda, luego hicieron lo mismo el resto de policías; señalando con prepotencia que sólo había permiso para realizar la fiesta hasta las ocho de la noche, y ya eran las nueve.

Dado que muchos de los campesinos habían bebido licor; una de ellos, increpó a los policías por su conducta y les hizo recuerdo de los constates abusos que cometían; esta pequeña protesta crispó los ánimos de los policías quienes realizaron disparos al aire y a pedir los documentos de los asistentes.

La masacre de Socos

Luego, hicieron salir de la casa a todos los presentes y llevaron caminando a todas estas personas hasta la Quebrada del Balcón Huaycco, a media hora de Socos, pudiéndose escapar sólo un número muy reducido de personas.

Al llegar al Balcón Huaycco, los policías separaron a las mujeres jóvenes del grupo y las ultrajaron sexualmente, práctica generalizada de los miembros de la policía y las fuerzas armadas peruanas en las zonas declaradas de emergencia —con Estado de Sitio— durante las décadas de 1980 y 1990 (Véase el sub-capítulo 2.1. del Tomo VIII del Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú).

A las dos y media de la madrugada, los policías juntaron a todos los campesinos detenidos y emprendieron contra ellos con ráfagas de sus fúsiles automáticos ligeros, convirtiendo la gélida noche andina de Socos en el escenario de una orgía sangrienta. Luego, los policías agruparon los cadáveres y detonaron granadas para que las voladuras del desfiladero ocasionen una gran remoción de tierras y piedras, y así, los cuerpos de las personas acribilladas quedaran sepultados por los escombros; sólo hubo una sobreviviente, la misma que no fue alcanzada por los disparos y pudo escapar de ser enterrada viva por la tierra y piedras removidas por la explosión.

Las víctimas fueron más de tres decenas de personas cuyas edades —de los adultos— oscilaban entre los 21 a los 62 años; además, dentro de las víctimas hubo nueve niños, tres de los cuales no tenían ni un año de nacidos, mientras los demás no pasaban de los siete años de edad; también se consideró como víctima a un feto de 8 meses y medio de gestación de otra víctima.

Dos días después de esta masacre, una vez que los hechos fueron denunciados, la policía ingresó tanto al domicilio de la profesora Victoria Cueto Janampa como al de Vicente Quispe Flores, denunciantes de los hechos, a Victoria los efectivos policiales le dispararon en la cabeza, en presencia de su madre y de su sobrino. A Vicente Quispe Flores lo secuestraron, para luego ejecutarlo y abandonar su cadáver en un puente de la región.

Asimismo, los policías asesinaron a Javier Gutiérrez Gamboa, un joven encargado de la limpieza de los policías y que los ayudaba en la cocina, pues estaba enterado de lo ocurrido; para disfrazar este otro crimen, los policías pretextaron que habían sufrido una emboscada terrorista en la que sólo este joven había fallecido.

Ante las investigaciones del Ministerio Público, la Policía —como institución cuestionada— intentó encubrir el crimen de sus efectivos, al señalar en la conclusión de un atestado policial que: «no se descarta que los autores del delito de terrorismo y del homicidio múltiple con arma de fuego, sean integrantes del grupo Sendero Luminoso»; igualmente, el Jefe Departamental de la ex Guardia Civil descartó totalmente que el personal del Destacamento de Socos haya ejecutado a los campesinos, señalando que no existían pruebas que demostraran fehacientemente lo contrario, llegando incluso a afirmar que no se llevó a cabo ninguna fiesta en el lugar.

Además, negaron que se haya llevado a cabo la fiesta de pedida de mano y, menos aún, que la hubieran autorizado; cambiaron las piezas de las armas utilizadas para alterar el resultado de la Pericia Balística; simularon hostigamientos senderistas; alteraron el cuaderno de denuncias para incluir presuntas incursiones subversivas al distrito y persiguieron a la única testigo presencial.

Pese, a todas estas argucias, no sólo de los perpetradores sino también de la institucionalidad policial, se abrió instrucción en febrero de 1984 y se dictó sentencia condenatoria el 15 de julio de 1986, la misma que fue declarada de no haber nulidad en todos sus extremos, mediante Ejecutoria Suprema del 30 de septiembre de 1987 de la Corte Suprema de la República.

La sentencia condenó a once de los encausados por el asesinato de los 32 habitantes de Socos y tentativa de homicidio, absolviendo a quince efectivos que no participaron en los hechos. Los condenados, entre los que había seis «sinchis» fueron:

• Teniente GC Luis Alberto Dávila Reátegui a la pena de internamiento no menor de 25 años. Salió por semilibertad el 5 de abril de 1991.
• Sargento 2do GC Jorge Alberto Tejada Breñis a 20 años de penitenciaría. Salió por Semilibertad el 14 de marzo de 1990.
• Sargento 2do GC Segundo Shapiama Apagueño a 15 años de Penitenciaría. Salió por libertad condicional el 17 de junio de 1991.
• Cabo GC Luis Alberto Machado Tanta a 15 años de Penitenciaría. Salió por libertad condicional el 3 de julio de 1991.
• Cabo GC Gustavo Alfredo Cárdenas Riega a 15 años de Penitenciaría. Salió por libertad condicional el 7 de junio de 1991.
• Cabo GC Víctor Ángel Alberto Barrios Barrios a 15 de Penitenciaría. Salió por semilibertad el 28 de febrero de 1989.
• Guardia GC Juan Carlos Aguilar Martínez a 15 años de Penitenciaría. Salió por semilibertad el 11 de enero de 1989.
• Guardia GC Pedro Ciro Agurto Moncada a 15 años de Penitenciaría. Salió por semilibertad el 26 de julio de 1989.
• Guardia GC Félix Armando Javier Suárez a 15 años de Penitenciaría. Salió por semilibertad el 31 de agosto de 1989.
• Guardia GC César Yamer Escobedo Arce a 10 años de Penitenciaría. Salió por cumplimiento de pena.
• Guardia GC Genaro Gilberto Pauya Rojas a 10 años de Penitenciaría. Salió por semilibertad el 1 de diciembre de 1988.

Además, por concepto de reparación civil se impuso el pago de I/. 120,000 (ciento veinte mil intis, moneda hoy inexistente en el Perú) que los sentenciados debían abonar en forma solidaria a favor de los herederos legales de los agraviados. Sólo César Yamer Escobedo cumplió con depositar once mil intis y cumplió la condena de manera íntegra.

De otro lado, la misma Ejecutoria Suprema impuso a los responsables de la masacre de Socos las penas accesorias de inhabilitación absoluta durante el tiempo de duración de la privación de libertad y hasta cinco años posteriores a ella, así como interdicción civil durante la condena. La pena de inhabilitación absoluta impedía que los efectivos regresaran al servicio activo de su institución hasta cinco años después de haber obtenido su libertad definitiva; aunque, entre los años 1990 y 1992, es decir, aún antes de obtener su libertad definitiva, cinco de ellos habrían sido repuestos en sus cargos de manera irregular.

La CVR y la masacre de Socos

Además de reunir toda esta información, la CVR ubicó e identificó a 22 niños y adolescentes huérfanos a consecuencia de la masacre de Socos, con las edades que tenían al momento de su ocurrencia, entre 8 meses a 18 años de edad, quienes vieron truncados sus proyectos de vida y fueron sometidos a difíciles condiciones de supervivencia, además de arrastrar el trauma posguerra de por vida, y muy probablemente, con repercusiones transgeneracionales.

Uno de los puntos de este sub-capítulo del Informe con el que discrepamos es cuando la CVR señala:

La CVR considera que la sentencia emitida el 15 de julio de 1986, y su respectiva Ejecutoria Suprema del 30 de septiembre de 1987, en las que se sanciona a los efectivos policiales que asesinaron a los humildes pobladores de la Comunidad de Socos, fortalece al Estado de Derecho, pues no ha quedado impune la grave violación a los Derechos Humanos cometida por las Fuerzas del Orden. Es destacable, además, que el juzgamiento se haya producido fuero civil, pese a que algunos procesados plantearon la declinatoria de jurisdicción civil a favor del fuero militar, lo que no prosperó.

Si logra hacerse el cómputo desde septiembre de 1987 para cada uno de los casos de los condenados, cuyas salidas en libertad se produjeron entre diciembre de 1988 hasta junio de 1991, podríamos identificar que la prisión efectiva cumplida fue de un año a tres años y medio —dejamos al margen el caso de César Escobedo que cumplió pena completa y pago su cuota de reparación civil, quizás por razones éticas personales, pues quiso expiar culpas con la reclusión prolongada, o por que no contó con un «buen» abogado, quizás por que no contaba con la simpatía de la institución policial a la que pertenecía o simplemente por que se trataba del mítico e infaltable chivo expiatorio que suelen haber en estos casos; entre las posibles razones que podemos especular.

Sin duda, pueda que desde febrero de 1984 —tiempo en el que se abrió la instrucción— hasta septiembre de 1987 cuando se dictó la Ejecutoriada, haya habido muchos procesados con detención preventiva; no obstante, ese detalle no lo ofrece la CVR, y cabe la posibilidad que ese periodo hayan gozado algunos de libertad provisional, de todas formas, hay dos años y medio de diferencia; que haría que la prisión efectiva sufrida por los perpetradores de este crimen haya oscilado como máximo —dependiendo de la situación individual— entre tres años y medio a seis años. Tiempo que a todas luces manifiesta una inédita lenidad en la ejecución de la pena por el Poder Judicial, pues en el Perú, cualquier procesado por delito de homicidio simple —ni que decir los de homicidio calificado, como este caso— no bajará de cinco años de prisión efectiva, incluso aplicándose beneficios penitenciarios.

Entonces, a partir de los mismos datos que proporciona la CVR, sin alterarlos en absoluto ni poniendo en cuestión ninguno de ellos, podemos arribar a otra conclusión: que hay evidentes indicios de lenidad y tibieza con la sanción a los policías sentenciados por sus crímenes, y ésta es una forma sofisticada de impunidad.

Además, también pueden apreciarse en este caso otros hechos abiertamente impunes, tales como que no se sancionaron otros delitos cuya concurrencia real fue evidente, tales como los delitos de violación sexual, de secuestro y de abuso de autoridad que también están en la esfera de protección los derechos humanos; y algún otro delito, menor para este caso, contra la fe pública.

Asimismo, también han quedado impunes los actos de encubrimiento y la obstaculización de la acción de la justicia de la Jefatura Departamental de la ex Guardia Civil en Ayacucho, que ni siquiera fueron investigados por el Ministerio Público y el Poder Judicial.

En tanto la preocupación, de la CVR se enfocó en que no se haya podido hacer efectivo el pago de la reparación civil a favor de las víctimas, así como el hecho de que cinco de los sentenciados hayan sido reincorporados a la Policía, pese a encontrarse inhabilitados. En cuanto al primer punto, el monto total de la reparación civil era tan ínfimo al momento que salió el último sentenciado de prisión, pues luego de la inflación económica de la década de 1980, la suma total de la reparación civil equivalía al costo de dos bolos de pan en el Perú. Por lo que, siendo una cantidad tan ínfima económicamente, lo que llama la atención no es tanto el pago siquiera simbólico que podían haber hecho los policías, sino el desprecio —en esa misma esfera— que terminaron haciendo, pues hacia 1991, bastaba pagarla con una sola moneda de un nuevo sol (casi la tercera parte de un dólar americano) para hacer el pago total del monto de la reparación civil. Por lo demás, la CVR no menciona quienes eran los cinco policías inhabilitados que retornaron a trabajar a la policía irregularmente, ¿fueron los otros cinco sinchis, excepto el teniente Dávila Reátegui que tenía inhabilitación de por vida?

La masacre de Socos fue llevada al cine —aunque en la trama se utilizó un nombre ficticio para denominar al pueblo—; la película llevó el título La Boca del Lobo del cineasta peruano Francisco Lombardi; una película que no sólo da cuenta de los abusos de la tropa policial con los lugareños y de las ejecuciones extrajudiciales, sino también de la desconexión entre los policías costeños y los campesinos quechua hablantes de Socos. Mostrando que los exiguos 18 kilómetros que separan Socos de Huamanga, la capital del departamento de Ayacucho —más integrado a la égida del centralismo limeño—, son una distancia enorme en términos políticos, económicos y sociales entre el pueblo de Socos y el poder limeño; simbólicamente, quizás tan grandes como los 14 kilómetros que separan a Tánger de Algeciras, de África con Europa. De hecho, el mismo Lombardi, en la película prácticamente no les da voz a los pobladores de Socos, los presenta como seres animados y exóticos, armónicos con el paisaje estepario, quizás como si más que seres humanos se tratarían de figuras humanoides que formarían parte del mismo paisaje, como si no se tratasen de ciudadanos peruanos. Si era la metáfora que Lombardi buscaba insinuar, la logró larga y exitosamente.