7 de octubre de 2023

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PERU: EL CLAMOR DE LOS INOCENTES

REVISTA CARETAS

14 de septiembre de 2010

En su discurso por Fiestas Patrias, el presidente Alan García anunció la promulgación de un Decreto Supremo que evitará que el Estado cancele las indemnizaciones ordenadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en casos donde las víctimas están cumpliendo condena por terrorismo (CARETAS 2140).

De esta forma se descontará de las indemnizaciones las reparaciones civiles que el Estado exige pagar a los condenados por este delito.

En el 2006, cuando la Corte ordenó indemnizar a los sobrevivientes de la matanza del penal Miguel Castro Castro, el Estado propuso canjear los montos de las reparaciones por alimentación, salud y educación, salvo en el caso de las víctimas que hayan sido absueltas. Hasta hoy no se ha cumplido.

El gobierno olvida que varias de las sentencias de la Corte se refieren a casos de inocentes que fueron acusados como terroristas. Y que además se originan en los insostenibles juicios instaurados durante el fujimorismo.

CARETAS encontró tres casos emblemáticos: inocentes a los que se les acusó de terroristas y que vivieron por varios años el infierno de la prisión antes de ser absueltos de todos los cargos. La Corte ordenó al Estado indemnizarlos, aunque para ellos la más preciada reparación es la de no ser estigmatizados como terroristas. Sus historias.

“EL ESTADO ME ARRANCÓ LA VIDA”

El 6 de mayo de 1992, se produjo el violento desalojo y traslado de unos 500 reclusos senderistas que se habían adueñado de un sector del penal de alta seguridad Miguel Castro Castro en Canto Grande. La llamada ‘Operación Mudanza’, ordenada por Alberto Fujimori y ejecutada por la Policía, dejó 41 internos muertos en los tres días de feroz bombardeo.

Uno de los sobrevientes de aquella matanza fue el huancaíno Félix Cuicapusa, entonces de 27 años y vendedor de espejos, quien aguardaba su juicio por terrorismo. Su captura ocurrió en 1991 durante una violenta redada policial en Villa El Salvador. Cuicapusa no tenía orden de captura, ni antecedentes penales, pero fue encarcelado.

“El desalojo en Castro Castro empezó con unos bombardeos. Me tiré al suelo para evitar las balas y los gases lacrimógenos. El ataque duró tres días. Varios murieron a mi lado”, asegura Cuicapusa. “Al cuarto día, cuando salimos con las manos en alto, mataron a los que estaban a mi lado. Caían muertos. Sentía cómo las balas pasaban silbando. Pensaba: ahorita me cae”.

Los 506 sobrevivientes, entre ellos Cuicapusa, fueron tendidos en el patio de la prisión por tres días. Luego fueron trasladados al pabellón de presos comunes. “Nos daban comida mezclada con ratas muertas, piedras y vidrios. Fue cuando me enfermé de TBC, lo que me ha limitado para conseguir trabajo”.
En 1995, un tribunal militar sin rostro lo absolvió de los cargos de terrorismo tras cuatro años de reclusión. Sin embargo, en 1998, fue nuevamente capturado y acusado por los mismos cargos, esta vez por un tribunal civil. Recuperó su libertad ese mismo año.

“Sentí alegría porque se demostró mi inocencia, pero también impotencia porque lo que quise hacer con mi vida se fue a pique. Yo estoy enfermo. El año pasado me sacaron un pedazo de pulmón por la avanzada TBC. Si nada de esto me hubiera ocurrido, ahora tendría una familia. No tengo nada”, sostiene Cuicapusa, quien vive en Ate.

En noviembre del 2006, la Corte Interamericana sentenció al Estado peruano al encontrarlo responsable por la matanza de Castro Castro y ordenó pagar US$ 5,000 a cada sobreviviente (CARETAS 1958). Pero hasta hoy el gobierno no cumple con cancelarle dicha suma a ninguno de ellos. “El Estado me ha arrancado mi vida”, sostiene Cuicapusa entre sollozos. “Lo que más duele es ver cómo nos atacan llamándonos terroristas. Y yo fui absuelto dos veces. ¡Soy inocente!”.
“EL DOLOR Y LA HUMILLACIÓN PERSISTEN”

María Elena Loayza era catedrática de filosofía de la Universidad de San Martín de Porres cuando una arrepentida la acusó de colaborar con Sendero Luminoso. Sin orden judicial ni prueba alguna fue detenida el 6 de febrero de 1993 y presentada con traje a rayas a la prensa nacional 20 días después en la sede de la Dincote. Tenía 34 años.

Han pasado 17 años y María Elena observa la fotografía de su detención por primera vez. “Siento humillación, indignación por todo lo que hicieron los policías y militares para culparme por algo que no cometí”, sostiene Loayza. “Me vejaron como persona. Entonces yo era docente universitaria y mancillaron mi honor, mi dignidad”.

Su historia parece extraída de una novela de terror. El 7 de febrero de 1993 fue llevada a una instalación policial en la playa, donde abusaron de ella. “Me tiraron boca abajo en una tela y uno de ellos que se hacía llamar ‘capitán Zárate’, les dijo a los demás: hagan su trabajo. Me violaron. Me desmayé y me levantaron a rastras para fondearme en el mar helado. Estaba tan maltratada que pregunté ¿por qué no me matan de una vez?”.

Los otros detenidos corrieron la misma suerte. “Escuché a lo lejos a una jovencita que gritaba: ¡soy virgen! Yo estaba asustada, temblaba y sangraba mucho”, recuerda.
Su caso pasó al fuero militar. Ese mismo año fue absuelta, luego condenada y otra vez absuelta. Su expediente fue enviado al Poder Judicial, donde la condenaron a 20 años de prisión y obligaron a firmar una autoinculpación. “Dijeron que si no firmaba iban a violar a mi hija de 14 años. Después de lo que me hicieron a mí, no quería que a ella le pase lo mismo y firmé”, asegura Loayza. Pensó también en su niño de 9 años.

Su hermana, la abogada especialista en derechos humanos Carolina Loayza, llevó su caso ante la Corte IDH. En setiembre de 1997, la Corte condenó al Estado por haber violado su derecho a la libertad, a la integridad y a las garantías judiciales. Ordenó su libertad, lo que sucedió un mes después. Llevaba ya cuatro años presa. También estableció una indemnización de US$ 49,190.30 por daño material y US$ 50,000 por daño moral. Lo más significativo para María Elena fue que la Corte ordenó que se procese a quienes la torturaron y violaron, y que el Estado le pida perdón.

Fue indemnizada en el 2001, pero ella cree que la pesadilla no ha acabado. “La reparación no solo es económica”, afirma la ex catedrática Loayza. “Nadie me ha pedido disculpas y no se ha identificado a quienes me vejaron. Ellos aún siguen libres”.

“EN YANAMAYO ME DIJERON: HAS LLEGADO ACÁ A MORIR”

Wilson García tenía solo 25 años y estaba en el último año de Ingeniería de Sistemas en la Universidad del Callao, cuando efectivos de la Dincote lo detuvieron mientras esperaba el micro que lo llevaría a su casa, en junio de 1995.

Un arrepentido lo sindicó bajo tortura policial y Wilson fue obligado a autoinculparse. Fue sentenciado a 20 años de prisión y recluido en Castro Castro.

En prisión estudió sobre los derechos de los presos y reclamó cada vez que pudo. Fue catalogado como conflictivo y lo enviaron al pabellón de los de la línea dura de Sendero. “Creyeron que yo era un soplón. Me ignoraron por mucho tiempo”, recuerda.

Carolina Loayza tomó su caso y lo llevó a la Corte IDH. Pero su situación se agravó. Fue trasladado a Yanamayo, donde pasó cuatro meses encerrado sin salir al patio y en el 2000, luego del motín que casi destruye la prisión, fue trasladado al penal de Challapalca, Arequipa, donde enfermó. Perdió 30 kilos. Gracias a su abogada y la Comisión Interamericana pudo ser trasladado al penal de Juliaca.

En el 2003 se le realizó un nuevo juicio y fue absuelto. “El día de mi liberación fue triste. Salía a los 34 años, casi nueve años después de mi detención. Pensaba en mis compañeros de promoción que ya debían estar trabajando. Yo quería ser ingeniero”, dice.

Dos años después, en el 2005, la Corte IDH condenó al Estado por haber violado su derecho a la libertad personal, a las garantías judiciales, a la protección judicial y a la integridad personal. El Estado debía pagarle una indemnización de US$ 45,000.
Wilson fue indemnizado ese mismo año, pero la ayuda psicológica nunca llegó.

Ahora vive en Carabayllo y desarrolla softwares para una empresa privada. Él asegura que la verdadera reparación llegó cuando el Estado le pidió perdón. “Fue como si me hubieran devuelto los nueve años que perdí en la cárcel. Una cosa es que el abusivo quede impune y otra que venga y te pida perdón. Eso fue hermoso”. (Patricia Caycho).

Jueves, 5 de agosto 2010