7 de octubre de 2023

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REDOBLE POR RANCAS EN EL CORAZÓN

MANUEL SCORZA

26 de febrero de 2010

ANTOLOGÍA Jaime Guadalupe Bobadilla.

NOTICIA

Este libro es la crónica exasperantemente real de una lucha solitaria: la que en los Andes Centrales libraron, entre 1950 y 1962, los hombres de algunas aldeas sólo visibles en las cartas militares de los destacamentos que las arrasaron. Los protagonistas, los crímenes, la traición y la grandeza, casi tienen aquí sus nombres verdaderos.

Héctor Chacón, el Nictálope, se extingue desde hace quince años en el presidio del Sepa, en la selva amazónica. Los puestos de la Guardia Civil rastrean aún el poncho multicolor de Agapito Robles. En Yanacocha busqué, inútilmente, una tarde lívida, la tumba del Niño Remigio. Sobre Fermín Espinoza informará mejor la bala que lo desmoronó sobre un puente del río Huallaga.

El doctor Montenegro, Juez de Primera Instancia desde hace treinta años, sigue paseándose por la plaza de Yanahuanca. El Coronel Marroquín recibió sus estrellas de General. La Cerro de Pasco Corporation, por cuyos intereses se fundaron tres nuevos cementerios, arrojó, en su último balance, veinticinco millones de utilidades. Más que un novelista, el autor es un testigo. Las fotografías que se publicarán en un volumen aparte y las grabaciones magnetofónicas donde constan estas atrocidades, demuestran que los excesos de este libro son desvaídas descripciones de la realidad.

Ciertos hechos y su ubicación cronológica, ciertos nombres, han sido excepcionalmente modificados para proteger a los justos de la justicia. / MS

1. DONDE EL ZAHORÍ LECTOR OIRÁ HABLAR
DE CIERTA CELEBÉRRIMA MONEDA

Por la misma esquina de la plaza de Yanahuanca por donde, andando los tiempos, emergería la Guardia de Asalto para fundar el segundo cementerio de Chinche, un húmedo setiembre, el atardecer exhaló un traje negro. El traje, de seis botones, lucía un chaleco surcado por la leontina de oro de un Longines auténtico. Como todos los atardeceres de los últimos treinta años, el traje descendió a la plaza para iniciar los sesenta minutos de su imperturbable paseo.

Hacia las siete de ese friolento crepúsculo, el traje negro se detuvo, consultó el Longines y enfiló hacia un caserón de tres pisos. Mientras el pie izquierdo se demoraba en el aire y el derecho oprimía el segundo de los tres escalones que unen la plaza al sardinel, una moneda de bronce se deslizó del bolsillo izquierdo del pantalón, rodó tintineando y se detuvo en la primera grada. Don Herón de los Ríos, el Alcalde, que hacía rato esperaba lanzar respetuosamente un sombrerazo, gritó: “¡Don Paco, se le ha caído un sol!”

El traje negro no se volvió.

El Alcalde de Yanahuanca, los comerciantes y la chiquillería se aproximaron. Encendida por los finales oros del crepúsculo, la moneda ardía. El Alcalde, oscurecido por una severidad que no pertenecía al anochecer, clavó los ojos en la moneda y levantó el índice: “¡Que nadie la toque!” La noticia se propaló vertiginosamente. Todas las casas de la provincia de Yanahuanca se escalofriaron con la nueva de que el doctor don Francisco Montenegro, Juez de Primera Instancia, había extraviado un sol.

Los amantes del bochinche, los enamorados y los borrachos se desprendieron de las primeras oscuridades para admirarla. “¡Es el sol del doctor!”, susurraban exaltados. Al día siguiente, temprano, los comerciantes de la plaza la desgastaron con temerosas miradas. “¡Es el sol del doctor!”, se conmovían. Gravemente instruidos por el Director de la Escuela -“No vaya a ser que una imprudencia conduzca a vuestros padres a la cárcel”-, los escolares la admiraron al mediodía: la moneda tomaba sol sobre las mismas desteñidas hojas de eucalipto. Hacia las cuatro, un rapaz de ocho años se atrevió a arañarla con un palito: en esa frontera se detuvo el coraje de la provincia.

Nadie volvió a tocarla durante los doce meses siguientes. Sosegada la agitación de las primeras semanas, la provincia se acostumbró a convivir con la moneda. Los comerciantes de la plaza, responsables de primera línea, vigilaban con tentaculares miradas a los curiosos. Precaución inútil: el último lameculos de la provincia sabía que apoderarse de esa moneda, teóricamente equivalente a cinco galletas de soda o a un puñado de duraznos, significaría algo peor que un carcelazo. La moneda llegó a ser una atracción. El pueblo se acostumbró a salir de paseo para mirarla. Los enamorados se citaban alrededor de sus fulguraciones.

El único que no se enteró que en la plaza de Yanahuanca existía una moneda destinada a probar la honradez de la altiva provincia fue el doctor Montenegro.

Todos los crepúsculos cumplía veinte vueltas exactas. Todas las tardes repetía los doscientos cincuenta y seis pasos que constituyen la vuelta del polvoriento cuadrado. A las cuatro, la plaza hierve; a las cinco todavía es un lugar público, pero a las seis es un desierto. Ninguna ley prohíbe pasearse a esa hora, pero sea porque el cansancio acomete a los paseantes, sea porque sus estómagos reclaman la cena, a las seis la plaza se deshabita. El medio cuerpo de un hombre achaparrado, tripudo, de pequeños ojos extraviados en un rostro cetrino, emerge a las cinco al balcón de un caserón de tres pisos de ventanas siempre veladas por una espesa neblina de visillos. Durante sesenta minutos, ese caballero casi desprovisto de labios contempla, absolutamente inmóvil, el desastre del sol. ¿Qué comarcas recorre su imaginación? ¿Enumera sus propiedades? ¿Recuenta sus rebaños? ¿Prepara pesadas condenas? ¿Visita a sus enemigos? ¡Quién sabe! Cincuenta y nueve minutos después de iniciada su entrevista solar, el Magistrado autoriza a su ojo derecho a consultar el Longines, baja la escalera, cruza el portón azul y gravemente enfila hacia la plaza. Ya está deshabitada. Hasta los perros saben que de seis a siete no se ladra allí.

Noventa y siete días después del anochecer en que rodó la moneda del doctor, la cantina de don Glicerio Cisneros vomitó un racimo de borrachos. Mal aconsejado por un aguardiente de culebra, Encarnación López se había propuesto apoderarse de aquel mitológico sol. Se tambalearon hacia la plaza. Eran las diez de la noche. Mascullando obscenidades, Encarnación iluminó el sol con su linterna de pilas. Los ebrios seguían sus movimientos imantados. Encarnación recogió la moneda, la calentó en la palma de la mano, se la metió en el bolsillo y se difuminó bajo la luna.

Pasada la resaca, por los labios de yeso de su mujer, Encarnación conoció al día siguiente el bárbaro tamaño de su coraje. Entre puertas que se cerraban presurosas se trastabilló hacia la plaza, lívido como la cera de cincuenta centavos que su mujer encendía ante el Señor de los Milagros. Sólo cuando descubrió que él mismo, sonámbulo, había depositado la moneda en el primer escalón, recuperó el color.

El invierno, las pesadas lluvias, la primavera, el desgarrado otoño y de nuevo la estación de las heladas circunvolaron la moneda. Y se dio el caso de que una provincia cuya desaforada profesión era el abigeato, se laqueó de una imprevista honradez. Todos sabían que en la plaza de Yanahuanca existía una moneda idéntica a cualquier otra circulante, un sol que en el anverso mostraba al árbol de la quina, la llama y el cuerno de la abundancia del escudo de la República, y en el reverso exhibía la caución moral del Banco Central de Reserva del Perú. Pero nadie se atrevía a tocarla. El repentino florecimiento de las buenas costumbres inflamó el orgullo de los viejos. Todas las tardes auscultaban a los niños que volvían de la escuela. “¿Y la moneda del doctor?” “¡Sigue en su sitio!” “Nadie la ha tocado.” “Tres arrieros de Pillao la estuvieron admirando.” Los ancianos levantaban el índice, con una mezcla de severidad y orgullo: “¡Así debe ser; la gente honrada no necesita candados!”

A pie o a caballo, la celebridad de la moneda recorrió caseríos desparramados en diez leguas. Temerosos de que una imprudencia provocara en los pueblos pestes peores que el mal de ojo, los teniente-gobernadores advirtieron, de casa en casa, que en la plaza de Armas de Yanahuanca envejecía una moneda intocable. ¡No fuera que algún comemierda bajara a la provincia a comprar fósforos y “descubriera” el sol! La fiesta de Santa Rosa, el aniversario de la Batalla de Ayacucho, el Día de los Difuntos, la Santa Navidad, la Misa del Gallo, el Día de los Inocentes, el Año Nuevo, la Pascua de Reyes, los Carnavales, el Miércoles de Ceniza, la Semana Santa, y, de nuevo, el aniversario de la Independencia Nacional sobrevolaron la moneda. Nadie la tocó. No bien llegaban los forasteros, la chiquillería los enloquecía: “¡Cuidado, señores, con la moneda del doctor!” Los fuereños sonreían burlones, pero la borrascosa cara de los comerciantes los enfriaba. Pero un agente viajero, engreído con la representación de una casa mayorista de Huancayo (dicho sea de paso: jamás volvió a recibir una orden de compra en Yanahuanca), preguntó con una sonrisita: “¿Cómo sigue de salud la moneda?” Consagración Mejorada le contestó: “Si usted no vive aquí, mejor que no abra la boca”. “Yo vivo en cualquier parte”, contestó el bellaco, avanzando. Consagración –que en el nombre llevaba el destino– le trancó la calle con sus dos metros: “Atrévase a tocarla”, tronó. El de la sonrisita se congeló. Consagración, que en el fondo era un cordero, se retiró confuso. En la esquina lo felicitó el Alcalde: “¡Así hay que ser: derecho!” Esa misma noche, en todos los fogones, se supo que Consagración, cuya única hazaña conocida era beberse sin parar una botella de aguardiente, había salvado al pueblo. En esa esquina lo parió la suerte. Porque no bien amaneció, los comerciantes de la plaza de Armas, orgullosos de que un yanahuanquino le hubiera parado el macho a un badulaque huancaíno, lo contrataron para descargar, por cien soles mensuales, las mercaderías.

La víspera de la fiesta de Santa Rosa, patrona de la Policía, descubridora de misterios, casi a la misma hora en que, un año antes, la extraviara, los ojos de ratón del doctor Montenegro sorprendieron una moneda. El traje negro se detuvo delante del celebérrimo escalón. Un murmullo escalofrió la plaza. El traje negro recogió el sol y se alejó. Contento de su buena suerte, esa noche reveló en el club: “¡Señores, me he encontrado un sol en la plaza!”

La provincia suspiró.

18. SOBRE LAS ANÓNIMAS PELEAS
DE FORTUNATO

Setiembre encontró más de treinta mil ovejas muertas. Ensordecidos por el estruendo de su desgracia, los pueblos sólo sabían llorar. Sentados en el mar de lana de sus ovejas moribundas, sollozaban, inmóviles, con los ojos fijos en la carretera.
El tercer viernes de setiembre, el Personero Rivera mandó llamar al padre Chasán. El padrecito vino a celebrar. Todos los pecadores, todos los ranqueños, llenaron la iglesia. El padre pronunció un sermón oído de rodillas.

—Padrecito —preguntó el Personero al terminar la misa—, ¿por qué Dios nos envía este castigo?
El padre respondió:
—El Cerco no es obra de Dios, hijitos. Es obra de los americanos. No basta rezar. Hay que pelear. La cara de Rivera se azuló.
—¿Cómo se puede luchar con "La Compañía", padrecito? De los policías, de los jueces, de los fusiles, de todo son dueños.
—Con la ayuda de Dios todo se puede.
El Personero Rivera se arrodilló.
—Bendición, padrecito.
El padre Chasán dibujó una cruz.

Comenzaron a pelear. A las cuatro de la mañana, Rivera tocó todas las puertas de los varones. Se reunieron en la plaza. Helaba. Saltaban sobre las piedras para no pelarse de frío. Se armaron de garrotes y hondas. Se repartieron tres botellas de cañazo. Todavía oscuro se agazaparon para esperar la ronda de "La Compa¬ñía". El sol no conseguía sacar las patas de la tela de araña de una neblina rosada. Vagas estatuas ecues¬tres emergieron. Cayeron sobre los cabalgados. El mie¬do enfureció sus puños coléricos. Brillantes de excitación y de rocío, los perros participaban de la cólera. Los sorprendidos caporales, magullados, con las caras rajadas por los hondazos, se esfumaron en la neblina.

—¡Rompan el Cerco! —ordenó el Personero Rivera escupiendo un diente.
—¿Qué cosa, don Alfonso?
—¡Rompan el Cerco y metan el ganado! —insistió el Personero secándose la sangre de la nariz con un pa¬ñuelo mugroso.

Obedecieron. Volvieron a Rancas por las ovejas: tu¬vieron que arrastrarlas. Pero el pasto es milagroso; una hora después los borregos comían y saltaban, de nuevo, entre los perros, locos de contento. Esa noche, por pri¬mera vez en semanas, sonaron risas en Rancas. Todos se jactaban de verdaderas o imaginarias hazañas. Los mis¬mos comerciantes fiaban contentos. Don Eudocio invitó a todos los que mostraban caras magulladas o labios rotos.

Siguieron peleando. Cada madrugada se enfrentaban a las rondas de la "Cerro de Pasco Corporation". Como antes al pastoreo, salían ahora a cumplir el antiquísimo rito de los varones. Volvían ensangrentados. Egoavil, el jefe de los caporales, un jayán de casi dos metros, re¬forzó a su gente. Se acabaron las patrullas de cinco; las rondas de "La Cerro" se cumplían de veinte en vein¬te cabalgados. Así y todo peleaban. Y los más fieros eran los viejos. "Nosotros no tenemos dientes —decían—. ¿Qué nos importa que nos rompan la jeta? Ustedes, jóvenes, cuiden sus dientes para agradar a las muchachas. ¿Noso¬tros de qué servimos?"

Pero Egoavil no era manco. Una mañana los pastores de "La Florida" entraron en Rancas llorando detrás de un rebaño de vacas que mugía lastimeramente. Las vacas parecían cuyes: no tenían rabo. Así empezó la violencia. Oveja que encontraban las cuadrillas era oveja pisoteada. Y pasó peor: una madrugada, tres pastores se calentaban delante de una fogata de bosta. La neblina era espesa. Se entibiaban al pie de una ladera cuando crepitó una carcajada. Se levantaron alarmados mientras una pelota rodaba hasta sus pies. Se acercaron: era la cabeza de Mardoqueo Silvestre.

La gente comenzó a ralear. Los últimos que se atrevían a pelear, volvían arrastrándose. En vano el Personero to¬caba las puertas obstinadas. A fines de setiembre ni los valientes osaron combatir. Un día, los caporales vinieron con uniformados. Un pelotón de la Guardia Republicana escoltó, desde entonces, a la ronda. Atacarla era ata¬car a la Fuerza Armada.

Egoavil entró en Rancas acompañado de tres guardias republicanos, ostentosamente recorrió la calle, taconeó en la plaza y entró en la cantina de don Eudocio.
—Una docena de cervezas para los señores guardias —gruñó recostándose en el mostrador.
Hubo que servirle.
En la vastedad de los campos clausurados sólo quedó Fortunato.
En casetas de madera apresuradamente construidas por los carpinteros de la "Cerro de Pasco Corporation”, la Guardia Republicana colocó centinelas, cada tres kilómetros. Nadie se atrevió a atacar.

Nadie salvo Fortunato.
Cuando Egoavil, el gigantesco hijo de puta, jefe de los caporales, miró al único adversario de “La Compañía”, la risa casi lo derribó de la silla. Se carcajeó hasta las lágrimas y se alejó. Pero al día siguiente la ronda tropezó, de nuevo, con el viejo. En su aplastada cara ar¬dían dos candelas. El viejo divisó a los jinetes y les soltó un hondazo.

Desmontaron y lo molieron a puñetazos. Fortunato volvió arrastrándose. La madrugada siguiente, insistió. Egoavil mandó tallarlo a latigazos. El Cara de Sapo —así lo llamaba Egoavil— se retorcía como culebra, pero no gritaba.

Cuando los látigos lo desdeñaron tenía los labios mordidos.
—¡Si quieres, vuelve mañana por el vuelto! —gritó Egoavil.
Volvió. Regresó a Rancas igualito al San Sebastián de la iglesia de Villa de Pasco. Un camino de cuatro kilómetros le demoró tres horas. Entró dejando un reguero de sangre.
—No insista, don Fortunato —le suplicó esa mañana Alfonso Rivera—. Usted solo no puede. Uno solo no puede pelear contra quinientos.
—Te matarán, papacito —sollozaban sus hijas—. Vivo nos sirves; muerto, no nos traerás ni agua.
—Solo no puedes, Fortunato —insistió Rivera.
No contestó. Siguió peleando. Día tras día salía a enfrascarse en las inútiles peleas. Para los caporales no era un combate, era una diversión. Los barbajanes se lo rifaban. "No le pegues muy duro, hay que conservar a nuestro Sapito", se burlaba Egoavil. El viejo seguía acudiendo a la cita. Caía y se levantaba. No cedía. Era como esos tentetiesos que, doblados en cualquier dirección, siempre vuelven a quedar erectos. Maltratarlo era una rutina que dependía de los humores de Egoavil. Así, al amanecer de la noche en que la Culoeléctrico lo desairó públicamente después de bebérsele una botella de anisado Poblete, Egoavil quiso quitarse esa mosca del ojo. Ocho jinetes clausuraron un círculo alrededor de la palidez del viejo. Una hora se lo cedieron, uno a otro, a puntapiés y puñetazos. Fortunato se tambaleaba mareado; su cara era una máscara desportillada. Cuando lo soltaron, no se le veían los ojos. Se derrumbó como un saco vacío.

Se quedó tirado sobre el pasto, jadeando, cara al cielo, con la boca abierta. Unos arrieros lo recogieron al mediodía: entró en Rancas vomitando. Se tiró lacio en su jergón tres días con la verde-amarilla-morada cara cubierta con pedazos de carne fresca. El cuarto día se levantó. La quinta madrugada salió, de nuevo, a enfrentar a la ronda. Encontró a Egoavil cambiado. Esta vez no descendió ningún jinete.
—¡Váyase, Fortunato, lárguese! —le gritaron, alejándose.
El viejo quiso perseguirlos a pedradas, pero se lo prohibieron su debilidad y el trote de los bastardos.

Egoavil había comenzado a soñarlo. Fortunato lo perseguía en sueños. Se le aparecía todas las noches. En su soñera vagaba por un desierto, más allá de toda fatiga, cuando oyó una voz. Alarmado, Egoavil apresuró el paso, pero lo silbaron de nuevo. ¿Quién podía nombrarlo en esa planetaria soledad? Siguió huyendo de la voz implacable. Sólo leguas más allá reconoció aterrado que el hablador era su caballo; se descabalgó tiritando para descubrir que el cuartago tenía la tumefacta, la anaranjada cara de Fortunato. Y soñó también que encontraba en su dormitorio un retrato del viejo. Enloquecido, arrancó el rostro odiado sólo para descubrir que era un calendario atroz y que debajo de cada cara arrancada surgían cientos de rostros del viejo: Fortunato riéndose, Fortunato sacándole la lengua, Fortunato llorando, Fortunato guiñándole los ojos, Fortunato con la cara azul, Fortunato con la cara agujereada, Fortunato granizado. Y soñó peor: Fortunato se le apareció crucificado. Lo ensoñó como un Jesucristo clavado en una cruz. Los fieles de Rancas, los devotos de toda la tierra, seguían el anda rezando. El crucificado vestía los mismos pantalones sebosos y la deshilachada camisa del viejo; en lugar de la corona de espinas, lucía su sombrero rotoso. Nítidamente, Egoavil distinguió la cara hinchada. El crucificado, el Señor de Rancas, aparentemente, no padecía; de tiempo en tiempo descolgaba un brazo y se llevaba a la boca una botella de aguardiente. Egoavil avanzó tras el anda temblando, con una vela en la mano, queriendo ocultarse, pero el crucificado lo reconoció y le gritó: "¡No se me corra, Egoavil! ¡Mañana nos veremos!", guiñándole un ojo tapiado por una amarilla, atroz tumefacción. Se despertó gritando.

Calmosamente, sentado en una roca, el viejo se remangó la camisa. Egoavil sintió la boca de paja.
—¡Don Fortunato! —enronqueció desde el caballo—. Yo sé de sobra que usted es un macho. —Y su mano despectiva abarcó la ronda silenciosa—: Aquí no hay ningún varón como usted. Ninguno de estos huevones es tan hombre como usted. ¿Para qué seguir esta pelea? Usted solo no puede nada, don Fortunato. "La Cerro" es poderosísima. Todos los pueblos se han echado. Usted es el único que insiste. ¿Para qué seguir, don Fortunato?
—¡Baja o te bajo, cabrón! —gritó el Cara de Sapo.
—Por favorcito, don Fortunato, no me insulte.
—¡Hijo de puta por parte de madre!
—No queremos pegarle. Si usted no se presenta por aquí, ya no volverá la ronda.
—¡Hijo de puta por parte de padre!
Egoavil recorrió los rostros tensos de la ronda, entrevió la faz de Cristo, sintió el sudor de la soñarrera y saltó del caballo. Se trenzaron. Fortunato atacaba con rabia, con puñetazos de mula. Egoavil respondía con golpes de lana.

22. SOBRE LA MOVILIZACIÓN GENERAL
DE CERDOS QUE ORDENARON
LAS AUTORIDADES DE RANCAS

Siguieron luchando. Don Alfonso Rivera pensó con envidia y tristeza, más tristeza que envidia, en las dotes de Fortunato. Aquel hombre era un Pico de Oro. Él, en cambio, se intoxicaba con las palabras. Él era un burro. Pero Fortunato se enmohecía en la cárcel por desacato a la autoridad.

Vestido de negro, con una camisa limpia sin planchar, sin corbata, el Personero atravesó la plaza de Rancas. En el viento que venía del lago, colgaba, como una lágrima, la tempestad. El padre Chasán oficiaba. Rivera se mojó los dedos en agua bendita y se persignó. El padre Chasán, un hombre alto, blanco, de cejas espesas, prometía desde el púlpito el rayo de la cólera divina a los injustos. Rivera suspiró. ¿El Señor Jesucristo fulminaría a "La Compañía"? El padre Chasán se limpió la frente con un pañuelo de hierbas. "Los abusadores y los violentos rodarán en la ceniza. Los bienaventurados y los mansos, los pobrecitos sin tierra, los pisoteados, los despojados, ellos se sentarán a la diestra de Dios Padre", tronó el púlpito apolillado. La iglesia exhalaba mugre y pobreza.

Hacía poco, las autoridades se habían reunido en la iglesia. Respetuosamente solicitaron que el padrecito Chasán tomara juramento a la Directiva. "Juramento, ¿para qué?" "Para luchar contra la compañía Cerro de Pasco, padrecito". Las espesas cejas del padre Chasán volaron como cuervos. "¿Están dispuestos a luchar de verdad contra “La Cerro"? "Sí, padrecito". Los cuervos revoloteaban en las paredes lamentables. "Esto no es juego. Luchar contra "La Cerro" no es broma. Yo sólo puedo tomarles juramento si están dispuestos a luchar hasta el fin". El Personero y las autoridades se arrodillaron, anudados de lágrimas. El púlpito prometía ahora la Cólera. "Los que se proclaman dueños de la tierra, los príncipes que se atrevan a cercar la tierra, todos perecerán. ¿Y quién osará comparecer cuando el Señor ordene levantarse a los huesos? ¿Los fariseos? ¿Los publicanos? ¿Los que osan cercar el mundo? ¿Los que clausuran los ríos? ¿Los que tapian los caminos?".

El padre Chasán bendijo a los fieles con una mano más velluda de rabia que de compasión. La gente metió los dedos de uñas negras en el agua bendita. Los domingos, la plaza de Rancas, desierta durante seis días, se empiojaba de polleras y ponchos, pero hacía muchos domingos que no se celebraba la Feria. Ese domingo, sin embargo, la plaza se fatigaba de multitud. Hacía una semana que los alguaciles de Rancas recorrían los campos anunciando un Cabildo. El Personero Alfonso Rivera citaba, bajo pena de multa, a todos los ranqueños.

Las autoridades salieron de la iglesia con las manos fervorosamente juntas. El Personero atravesó la puerta de la iglesia. Nevaría. El ojo rencoroso del lago Junín pronto sublevaría la nevada. El alguacil tocó la campana. Era un aviso inútil: Rancas, íntegra, esperaba bajo los primeros goterones. El Personero se dolió, de nuevo, de su poquedad: hubiera querido exhalar los desgarramientos de su corazón, contarles que un ángel azul se le había aparecido en sueños; que él, Rivera, era capaz de entregar su vida por cumplir; pero no encontró palabras, suspiró y se secó la frente sudorosa.

—¡Lean los títulos! —ordenó.
La asamblea envejeció. Los títulos de propiedad de una comunidad los cautela el Personero. Sólo otra persona (por si muere el Personero) conoce el lugar donde se esconden esos documentos que sólo se leen en las horas graves.

Un estudiante del Colegio Nacional Daniel Alcides Carrión, hijo de Rancas, comenzó a leer. Subido sobre la mesa, el muchacho flacuchento, de pómulos huesudos y de ojos tímidos, leyó con voz monótona. La lectura comenzó a las doce y doce minutos. Tardó dos horas. La gente soportó inmóvil, casi inmóvil, la enumeración de hitos, puquios, pastos y lagunas que probaban que esas tierras, que esa nevada que blanqueaba sus corazones, pertenecían a Rancas. A las dos de la tarde el lector acabó, tosiendo. El Personero se irguió. El viento le aplastó el desteñido sombrero negro.

—Un gran mal ha caído sobre este pueblo, hermanos —se retorció los dedos—. De nuestros pecados ha nascido un gran sufrimiento. La tierra está enferma. Un gran enemigo, una compañía poderosísima, ha dispuesto nuestra muerte.
Se apoyó sobre la mesa. Se le veía los hombros abatidos, como doblados por el peso de las nieves remotas.

—Rancas es pequeño, pero Rancas luchará. Un pique puede destrozar un animal. Una piedra en un zapato ma¬logra el pie de un hombre.
—¡No hay enemigo pequeño! —gritaron dos ojos donde también peleaban, como perros, el miedo y el coraje.

En el rostro de Rivera aleteaba la desilusión.

—Las autoridades son chulillos de la "Cerro de Pasco Corporation". No les interesan nuestros sufrimientos. Está bien: lucharemos solos. Hermanos, el próximo domingo todos traerán un chancho. Cada hombre, cada jefe de familia, está obligado a traer un puerquito. Yo no sé cómo harán para conseguirlo. Quizás robarán, lo comprarán, lo prestarán. No sé. Lo único que sé es que el próximo domingo nos reuniremos en esta misma plaza con los puercos. Esa es la tarea comunal: traer un chancho a esta plaza el próximo domingo.

La gente se desconcertó. ¿Estaba loco el Personero? Crepitaron algunas risas. ¿Para qué chanchos? Pero el Personero es el Personero. Había que cumplir.
Es difícil encontrar cerdos en la puna. Los pastores evitan a los puercos. El cerdo, devastadora colonia de parásitos, no es querido. El pasto que hocica el chancho es pasto contaminado. ¿Trescientos cerdos? Los comuneros más avisados compraron los cerdos de Rancas la misma tarde del domingo. El lunes escaseaban; entonces viajaron a los pueblos vecinos. La gente se les reía.
—Señora, véndame su cerdo.
—No puedo, estoy engordándolo.
—Alquílemelo, por favorcito, señora.
—¿Estás loco?
—Por una semanita, mamá.
—¿Para qué lo quieres?
—Para cumplir una manda de mis difuntos.
—¿Cuándo se han visto puercos en la iglesia, cholo zonzo?
—Te pagaré diez soles.
—¿Qué me darás en prenda?
—Te daré mi poncho.
Donde fracasaba el dinero, ofrecían faena. Los Gallo levantaron una cerca; la señora Tufina cambió una frazada por un cerdo; los Atencio techaron un corral. Todos se las arreglaron. El domingo siguiente, el cura Chasán salió de la iglesia con las cejas severamente enarcadas: los chillidos prohibían su sermón. Sentados sobre las últimas matas de una plaza ventosa, los ranqueños esperaban impacientes. El Personero Rivera escuchó la misa hasta el final, se mojó los dedos en agua bendita, se persignó y se arrodilló; sólo después que dibujó en su frente tres cruces arrugadas, salió lentamente.
Los alguaciles lo escoltaron.
—¡Cierren la plaza!
Los alguaciles clausuraron la plaza con tablones y champas. En unos minutos la plaza se transformó en un corral. Cuando los carpinteros terminaron de clavetear las esquinas, Rivera habló.
—¡Marquen sus cerdos! —gritó—. Hermanos, dejen aquí sus chanchos. Los alguaciles cuidarán. Vuelvan el próximo domingo.
Un murmullo recibió sus palabras. Pero ya estaban acostumbrados a la avaricia de lengua del Personero, y el rostro de las autoridades no fiaba bromas. Personero es Personero. Marcaron sus animales y soltaron los cerdos. La gente de respeto se alejó; los papanatas y los curiosos se quedaron en el bramadero. Ese atardecer los cerdos acabaron las últimas matas. "¿Qué comerán los animales mañana?", preguntaron los propietarios, alarmados. "Nada —contestaron los alguaciles—, hay orden de no darles nada".
—¿Nada?
—Sólo agua se les dará.
—Será broma.
No era. El Personero había ordenado regalarles a los cerdos un ayuno absoluto. El lunes los cerdos iniciaron su inolvidable bramadero. El martes hociquearon debajo de las raíces: el suelo de la plaza se cribó de agujeros bordados de baba. El miércoles la gente amaneció con ojeras de a metro: no se podía dormir. El jueves, el Director de la escuela acudió a la Personería a protestar. Si no silenciaban a los cerdos, sería imposible continuar las clases. El viernes los comerciantes, en pleno, protestaron. El sábado las viejas comenzaron una rogativa. ¿El Personero se habla vuelto loco? El domingo, el padre Chasán se negó, en redondo, a oficiar. “Padrecito, no nos prives del auxilio divino”, suplicó el Personero. El padre Chasán movilizó sus labios coléricos sin éxito: los chillidos borraban el mundo.
Pecadores señalados para lavar crímenes monstruosos, los cerdos ayunaron ocho días.
Nada alteró a don Alfonso Rivera. El domingo volvió a enfundarse en su traje negro y atravesó el pueblo con una mirada azabache. La gente repletaba la Escuela. El Personero mandó cerrar las puertas. Ni así lograron oírlo. Comprendiendo la inutilidad del comercio de la palabra, cogió una tiza y escribió sobre el hule negro de la pizarra: "Cada uno amarrará su chancho". Los cerdos estriaban las frágiles paredes del domingo. Borró y escribió: "Ahora mismo los soltaremos en los pastos de "La Compañía". Borró y escribió: "Soltaremos los cerdos en los mejores pastos de "La Compañía" ". Borró y escribió: "Le quiero ver la cara a los gringos cuando sepan que sus ovejas comerán pasto infectado".
Sonreía hasta las orejas. La asamblea descosió una formidable carcajada. Hacia meses que Rancas no se reía. Por desgracia, el bramadero impedía oír el chisporroteo de las risas. Pero, por los gestos, por las lágrimas, por la forma como se agarraban el vientre, comprendieron que todos se carcajeaban. ¡Infectar los pastos de “La Compañía" con los cerdos hambrientos! ¡Era formidable! El Personero escribió, con su enorme letra infantil, las instrucciones: cada hombre cogería un chancho y lo conduciría, patas y hocico amarrados, hasta los límites de las tierras de "La Cerro". En esos campos pastaban finísimas ovejas. Un ejército de veterinarios cuidaba mitológicos carneros. Uno solo de esos carísimos australianos valía más que un rebaño de sus flacuchentas ovejas. Pero después que comieran el pasto infectado por los cerdos de Rancas, ¿cuánto valdrían?
El sol se nublaba. Saltaron a la plaza donde enloquecían los chanchos. Entre dos y entre tres los maniataron. La extraña procesión abandonó Rancas rezando: mujeres, hombres y niños, demacrados y sucios marcharon hacia los límites de "La Cerro" con trescientos cerdos. Avistaron los límites de "La Cerro" a las tres. Guardianes mal encarados salieron blandiendo sus wínchesters. Los balazos esperaban que los comuneros cruzaran los límites. No los violaron. Don Alfonso se detuvo en los mojones. Trescientos cuatro hombres lo imitaron.
—¿Qué pasa? —gritó Olazo, el caporal de turno, un gañán huesudo— ¿Adónde llevan esos chanchos?
—Los sacamos a pasear —contestó Rivera.
—¡Cuidadito! ¡No crucen la raya porque los quemamos!
El Personero se agachó y desamarró su cerdo. El chancho enloqueció a la vista del pasto.
—¡Hombre o animal que cruce, lo baleamos! —gritaron los vigilantes.
Soltaron los chanchos y los balazos. Un trueno de dientes flageló el campo. Los peones dispararon demasiado tarde: un milenio de hambre hozaba sobre el pastizal. El mundo era un chillido. Una tempestad de hocicos devastaba el pasto delicioso. Los vigilantes seguían disparando. Ocho, diez, quince cerdos rodaron justo cuando le metían el diente al pasto donde ya jamás volverían a pastar los espléndidos rebaños de "La Compañía".
Al día siguiente, la "Cerro de Pasco" abandonó mil cuatrocientas hectáreas.

34. LO QUE FORTUNATO Y EL PERSONERO
DE RANCAS CONVERSARON

El viejo divisó los tejados de Rancas. Se detuvo en una roca. Cincuenta mil días antes, el General Bolívar se había detenido allí: la mañana de su entrada en Rancas. Bolívar quería Libertad, Igualdad, Fraternidad. ¡Qué gracioso! Nos dieron Infantería, Caballería, Artillería. Fortunato avanzó, ahogándose, por la callejuela. En el yeso de la cara le miraron la desgracia.
- ¡Ya vienen! ¡Ya viene la Guardia de Asalto!
Respiraba con la boca abierta.
- ¿Por dónde?
- ¡Por Paria!
Se sentó, agotado. Algo así como cincuenta mil días antes, el Mayor Rázuri -cinco tardes después encabezaría la carga de los Húsares del Perú- había evadido allí la coz de un chúcaro asustado por el anaranjado remolino de una mariposa.
- ¡Auxilio, auxilio, Virgen María!
- ¡Ya nos llegó la hora!
- ¡Hay que hacer algo!
- ¡Nos matarán como perros!
- ¡Cómo van a matarnos! ¡El uniforme es para defender a los peruanos, no para atacarlos!
- ¿Dónde está el Personero? -preguntó Fortunato.
Hombres y mujeres de rostros derrocados revoloteaban por la plaza. El viejo pensó, sin querer, en las moscas entontecidas en la luz de las lámparas.
- ¡No somos moscas! -dijo en voz alta.
- ¿Qué cosa, Fortunato?
Teodoro santiago volvía a sus gritos.
- ¡Pecado, pecado! ¿Por qué no se terminó el altar? Para diversiones y corrupciones siempre hubo, pero, ¿para Diosito? ¿Quién se acordó? ¡Pecadores, corruptos, sinvergüenzas!
- ¡Cállese, carajo!
- ¡Desvergonzados, sin temor de Dios! ¡Arrodíllense!
- ¡Silencio, carajo! -grito Fortunato cogiendo a Santiago de las solapas enlutadas, aún llorosas por Társila Santiago-. ¡Silencio! No es hora de gritar, sino de pelear. Hoy nos jugamos el todo por el todo. ¡Ármense con palos, con piedras, con lo que sea! ¡El todo por el todo! ¿Oyen?
Ochenta manos sucias de trabajo recogieron piedras. Al agacharse miraron al Personero Rivera.
- ¿Por dónde vienen? -gritó el Personero corriendo.
- Por tres rumbos -dijo el pequeño Mateo Gallo, desalentado-, ¡por Paria, por Pacoyán y por la carretera!
Por el rumbo de las haciendas, trescientos jinetes seguían el trote del doctor Manuel Iscariote Carranza. Algo así como cincuenta mil días antes, casi al mismo paso, el General Necochea, jefe de la caballería patriota, había avanzado por allí.
- ¡Ahora nos matarán a todos! -gimoteó una mujer.
- ¡No se alarmen, papacitos! -dijo Rivera-. No pasará nada. En Villa de Pasco, Adán Ponce resistió a la tropa. ¿Ha muerto? ¿No atiende su café? Ayer nomás lo vi tomándose un riquísimo caldo. No pasará nada. ¡Vamos a arreglar bonito!
Se calló bruscamente. Los pavonados rostros de los guardias de Asalto avanzaban a la Puerta de San Andrés. Algo así como cincuenta mil días antes había cruzado esa entrada la avanzada del General Córdova, cinco días antes de que su regimiento fundara en esa pampa la República del Perú. Avanzaron los de Asalto. A unos treinta metros empuñaron las metralletas. Los ranqueños miraron fascinados la atroz, acompasada belleza de la marcha. A don Mateo Gallo -¡pronto lo enfardelarían como una momia!- le pareció que las bocas de las metralletas se agigantaban más que las de los cañones que una vez había visto desfilar en el Campo de Marte: un aniversario de la Batalla de Junín. Un Alférez flaco, de cara pecosa, maltratado por la altura, se adelantó. Rivera se enfrentó.
- ¿Cuál es el motivo, señores? -preguntó con voz adelgazada por la palidez.
- ¿Usted quién es?
- Yo soy el Personero de Rancas, mi Alférez. Yo quisiera saber…
Se le extravió la voz. El Alférez lo miró, cachaciento. Tres años de servicio le enseñaban que el uniforme enrronquece las voces más valientes. El Personero sudaba para recuperar la palabra refugiada en sus intestinos. Quería hablar, informarle al Alférez que ellos, los comuneros, pisaban sus propias tierras, que si les daban tiempo exhibirían títulos expedidos por la Audiencia de Tarma, pergaminos emitidos antes que el Alférez, antes que el bisabuelo del Alférez naciera; que sólo vivir en esa estepa enemistada con el sol es ya una hazaña; que esos pastos no producían nada; que en esa pampa donde el sol calienta una hora, un saco de semilla produce apenas cinco sacos de papa; que ellos casi no conocían el pan; que sólo en los buenos años podían comprarle a sus niños galletas de soda, que ellos…
Quien habló fue Fortunato.
- ¿A qué se debe la visita, mi Alférez?
- Hay orden de desalojo. Ustedes han invadido propiedad ajena. Tenemos orden de desalojarlos. ¡Se van! ¡Ahora mismo se van!
- Nosotros no podemos desalojar esta tierra, mi Alférez. Nosotros somos de aquí. Nosotros no hemos invadido nada. Otros nos invaden…
- Tienen diez minutos para desalojar.
El uniforme se volvió a la fila grisácea.
- Es la “Cerro de Pasco” quien invade, mi Alférez. Los gringos nos cercan y nos persiguen como a ratas. La tierra no es de ellos. La tierra es de Dios. Yo sé bien la historia de “La Cerro”. ¿O acaso trajeron la tierra al hombro?
- Faltan nueve minutos.
El escuadrón de republicanos convergía a la Puerta de San Andrés.
- En estos lugares nunca se conocieron cercos, mi Alférez. Nosotros nunca supimos lo que era un muro. Desde nuestros abuelos, y aun antes, las tierras eran de todos. Ni alambrados, ni cercos, ni candados conocimos hasta que llegaron los gringos de mierda. Ellos introdujeron los candados. No sólo los candados. Ellos…
- Faltan cinco minutos -murmuró el galón. El viejo miró las llamaradas. Los escuadrones comenzaban a incendiar las chozas.
- ¿Por qué incendian? ¿Por qué atacan? ¡Ustedes no respetan ni padre ni madre! -rezongó-.Ustedes no saben lo que es ganarse la vida. Ustedes nunca han agarrado una lampa, nunca han abierto un surco…
- Faltan cuatro minutos.
- No para abusar. Para protegernos el Gobierno les paga, señores. Nosotros no faltamos a nadie. Ni siquiera faltamos al uniforme. -Señaló el color caqui: “Ése no es el uniforme de la patria”. Se agarró la chaqueta: “¡Estas hilachas son el verdadero uniforme, estos trapos…”
- ¡Faltan dos minutos!
La gente fugaba sucia de alaridos. El incendio crecía. Una lágrima surcó el pómulo de cobre.
- Nos consideran bestias. Ni nos hablan. Si nos quejamos, no nos ven; si protestamos…Yo me quejé al Prefecto. Yo llevé los carneros, mi Alférez. ¿Qué dijo?
El Alférez sacó lentamente su revólver.
- Ya no falta nada -dijo y disparó.
Una universal debilidad destituyó a la rabia. Fortunato sintió que el cielo se desfondaba. Para defenderse de las nubes alzó los brazos. Se abrió la tierra. Intentó agarrase de las hierbas, de la orilla de la vertiginosa oscuridad, pero sus dedos no obedecieron y rodó, rebotando, hasta el fondo de la tierra.
Semanas después, en sus tumbas, sosegados los sollozos, acostumbrados a la húmeda oscuridad, don Alfonso Rivera le contó el resto. Porque los enterraron tan cerca que Fortunato escuchó los suspiros de don Alfonso y consiguió abrir un agujero en el barro con una ramita. ¡Don Alfonso, don Alfonso!, llamó.
El Personero, que se creía condenado para siempre a la oscuridad, sollozó. Lloró una semana, luego se calmó y, más tranquilo, le informó que él, Fortunato, se escurrió al primer balazo, de bruces, sobre sus sangre.
- ¿Y qué pasó luego?
- “¡Ya saben que esto va en serio!”, gritó el Alférez. La gente se dispersó como plumas de gallina. Yo no pude pararlos. “¡Tienen otros cinco minutos!”, advirtió.
- ¿Y qué pasó? -preguntó Fortunato ampliando, pacientemente, el orificio.
- Se me ocurrió traer la bandera de la escuela. Don Mateo Gallo se acomidió a traerla.
- ¡Muy bien hecho! Usted no podía abandonar su puesto.
- Volvieron con la bandera. Los guardias rodeaban Rancas. Una cintura de capitanes venía por tres lados. Por el lado de Paria vino el doctor Iscariote Carranza con trescientos cabalgados.
- ¡Cojones!
- Egoavil traía doscientos montados de Pacoyán, y por la carretera, el propio Comandante Bodenaco.
- ¿Y?
- “Cantemos el himno”. No me salía la voz, don Fortunato. Finalmente comenzamos: “Somos libres, seámoslo siempre…” Yo pensaba: “Van a cuadrarse y saludar”. Pero el Alférez se calentó. “¿¡Por qué cantan el himno, imbéciles!?” “¡Suelta eso!”, me ordenó. Pero no solté la bandera. La bandera no se suelta.
- Esa bandera tiene un escudo bordado, que si no recuerdo mal costó seiscientos soles.
- Eso pensé, don Fortunato, pero los guardias me soltaron una docena de culatazos; yo caí, pero seguí cantando: “…y antes niegue sus luces el sol, que faltemos al voto solemne...” Se enfurecieron y me molieron a culatazos. Me rajaron la boca. “¡Suéltala!” “¡No la suelto!” “¡Suéltala, concha de tu madre!” “¡No la suelto!” Me zamparon un bayonetazo y me cortaron la mano. “¡Suéltala!” Otro sablazo me descolgó la muñeca.
- ¿Y los demás?
- Habían corrido. Me quedé solo.
- ¿Y luego?
- Yo vi la grasa de mi mano y pensé: ya me jodieron. Ahora, ¿con qué voy a trabajar? Y no recuerdo más: ahí mismito oí la ráfaga.
- ¿Y luego?
- Ya no sé más. Me desperté aquí, consolado por tu voz, Fortunato.
- Yo sí sé lo que pasó luego –dijo una voz violeta.
- ¿Quién es? ¿Quién habla?
- Soy yo, Tufina.
- ¡A usted también la mataron, viejita! ¡Hijos de puta!
- No blasfemes, Fortunato. Considera el sitio. Piensa en Dios.
- Se le oye mal, doña Tufina -dijo Fortunato-. ¿No puede abrir un huequito?
- No puedo, tengo los dedos rotos. Me los machacaron.
- ¡Hijos de puta!
- Cuenta nomás, mamacita -dijo Rivera-. ¿Qué pasó? ¿Qué sucedió con mis hijos?
- A tus hijos los vi vivos, llorando sobre tu cuerpo. Tu mujer gritaba: “¡Bandera es mentira, himno es mentira!”
- ¿Seguro que los viste?
- Ensangrentados, pero vivos, don Alfonso.
- Cuente lo que sucedió luego, doña Tufina -dijo Fortunato tratando de no maltratar más al Personero.
- Usted cayó, don Alfonso. Los guardias avanzaron regando muerte. Las balas suenan como maíz tostándose. Así suenan. Avanzaban; de rato en rato se detenían y mojaban los techos con gasolina. Las casas ardían. Vi caer a Vicentina Suárez. La gente se enfureció. Respondió con piedras. Cayó don Mateo Gallo.
- ¿Era la única resistencia?
- No, no era la única. Los muchachitos de la escuela subieron a la loma y trataron de empujar una galga.
- Pero, ¡si el terreno no tiene subida!
- Así es, fracasaron: las piedras no rodaban. Los guardias los corrieron a balazos. Allí cayó el muchachito Maximino.
- ¿El que construyó el espantapájaros?
- Así es, señor Personero. Vi caer al muchachito y sentí una quemazón en la sangre, saqué mi honda y le solté una pedrada en la cara a uno de los guardias. Me disparó su metralleta. Caí de espaldas con la barriga abierta.
- ¿Moriste allí mismo?
- No, estuve muriendo hasta la tarde.
- ¿Y nadie te ayudó?
- ¿Quién me iba a ayudar? Rancas era un ascua. Incendio, gritos y balas, humo y llanto, eso era.
- ¡Pobre doña Tufinita!
- Vomité mi vida a las cinco. Lo último que vi fue el humo de las bombas lloradoras.
- Shssst -susurró Rivera-, shssst. ¿No oyen? Están bajando otros muertos.
- ¿Quiénes serán? -dijo Tufina.
- Si son ranqueños, algo conocerán -dijo Rivera.
Para no asustar a los sepultureros, que cavaban, se callaron. No abrieron la boca hasta que el sordo paletear de las lampas apagó el ruido de la mañana.
Suave, delicadamente, trataron de comunicarse con el nuevo.
- ¿Quién es? ¿Quién es usted?
Sólo les respondió el tranquilo rumor de un dulce canto.
- Es un angelito -dijo Tufina.
- ¿Cómo te llamas, hijito?
El angelito siguió cantando. Ninguna respuesta obtuvieron, pero tres días después sonaron los aldabonazos de otro sepelio. Temerosos de que los sepultureros lo enterraran lejos de sus voces, enmudecieron.
- ¿Quién es usted? -preguntó Fortunato.
El zumbido de los padrenuestros arreció.
- ¡Perdóname, Jesucristo, que no me arrodille! ¡Discúlpame que no te bese la mano! -suplicó el recién llegado.
- ¡Soy Fortunato, don Teodoro!
- ¡He pecado! ¡Por mi culpa y por mi grandísima culpa fuiste condenado y crucificado!
- Cálmese, don Teodoro. Ya pasó lo peor.
- ¿Quién eres?
- Soy Fortunato.
- No me asustes, Sapito.
- ¿Qué le ha pasado, don Teodoro?
- ¡He estado mal, don Alfonso! El día de la masacre los guardias me culatearon en el costado. Escupí sangre. No me cuidé. Ése fue mi error: cogí un viento. Padecí dos semanas. Sólo ayer descansé.
- ¿Qué novedades hay arriba? -preguntó, con sencillez, Rivera.
- ¡Todo anda boca abajo, Personero! La Policía persigue a todos los habladores. Se han llevado presos a muchísimos . El mismo Alcalde de Cerro está encarcelado en Huánuco. Tú tenías razón, Sapito. No es Jesucristo quien nos castiga, son los americanos.
- ¿Se ha convencido, don Santiago?
- ¡Me convenciste, Fortunato!
- Pero, ¿qué ha pasado? -se impacientó Rivera.
- Los hacendados quieren borrar a las comunidades. Han visto que “La Cerro” nos masacró a su gusto. Se exceden. ¿Se acuerdan de la Escuela 49357?
- ¿La escuela de Uchumarca?
- Al día siguiente de la masacre, los Londoño mandaron clausurar la escuela. Sacaron a los niños, vaciaron el local, destecharon el tejado y metieron candados. Ya no es una escuela: es un chiquero.
- ¡Pero si esa escuela tenía un escudo mandado de Lima! -se asombró Rivera.
- ¡No hay niños, hay cerdos! Sucede lo mismo en toda la pampa. Sobramos en el mundo, hermanitos.
- Shssst -avisó Tufina-. Ahí vienen otros.
- ¿Quiénes serán?
- ¿Serán ranqueños?
- ¡Sabe Dios! –suspiró Fortunato.