7 de octubre de 2023

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UN CUENTO DE EL TRAMO FINAL: “EL DISCURSO”

Por: Siu Kam Wen (*).

9 de mayo de 2008

UNA TARDE de fines de agosto de 196..., Chiang Kei-Man, trece años, el alumno más brillante en las clases de chino de toda la primaria del Sam Men (y de hecho, de todo el colegio chino, pues por aquella época éste impartía solamente educación elemental), fue llamado al despacho del Jefe del Departamento de Chino, luego de haber terminado las clases del día. El Jefe del Departamento, el señor Chen, un cincuentón calvo y bonachón de cachetes abultados y colorados, que había sido su profesor el año pasado, lo esperaba sonriente detrás de su escritorio. El chico entró al vetusto despacho algo incómodo, sin saber qué era exactamente lo que le aguardaba, aunque sin mostrar tampoco temor alguno, toda vez que era consciente de ser el pupilo favorito y una especie de protégé del señor Chen. "Chen sín-sán ", dijo respetuosamente, apenas traspuesto el umbral de la oficina. " Quería usted hablar conmigo?".
"Oh, sí", se apresuró a decir el Jefe de Departamento. Señaló con un grueso dedo la silla que había delante de su escritorio. "Siéntate, Chiang Kei-Man, porque lo que te voy a decir requiere algo de tiempo. No tienes prisas en volver a casa, verdad?".
"No, sín-sán ", replicó el chico, acomodándose en la silla con gran naturalidad.
El Jefe de Departamento estudió apreciativamente la figura y el garbo del chico sentado calmadamente delante suyo y secretamente se congratuló por lo acertado de su elección. Chiang Kei-Man era un chico de regular contextura, frente despejada e inteligente, y mejillas sonrosadas y saludables. Llevaba unos lentes que acentuaban aún más su singular aire de intelectualidad.

"Muy bien", comenzó el señor Chen. "El asunto por el cual te he hecho venir aquí es el siguiente: necesitamos un orador que represente al Colegio en las ceremonias a celebrarse el día diez de octubre, nuestro aniversario patrio, en la Beneficencia. No un orador adulto, sino uno escogido entre el alumnado; y mi elección, así como la de los demás profesores de chino, ha sido tú. Te hemos elegido porque has demostrado tener una excelente aptitud para memorizar largas lecciones de chino, y porque tenemos la certeza de que tienes el aplomo requerido para enfrentarte a un público de unas dos mil o más almas... No tendrás miedo en hablar en público, verdad?".
El chico titubeó unas fracciones de segundo antes de contestar, "No lo sé. Nunca lo he hecho antes. Tendré que improvisar el discurso?".
"Si eso es lo que te preocupa, no", contestó el Jefe de Departamento, no sin cierto orgullo. "Para este evento yo me he hecho cargo personalmente de escribir el texto del discurso. Tú no tienes más que memorizarlo y recitarlo, pero con el énfasis y el sentimiento apropiados, por supuesto. Para un chico tan inteligente como tú, eso debe ser como voltear la palma de una mano".
El señor Chen extrajo de uno de los cajones de su escritorio unas hojas de papel - unas diez, por lo menos- en las que se podía distinguir su letra clara y cuidada, escrita en tinta china. Las puntuaciones estaban hechas con tinta roja, en forma de grandes círculos. Algunas líneas estaban también subrayadas o doblemente subrayadas con el mismo tipo de tinta. El señor Chen dijo, para tranquilizar al muchacho, que se había alarmado por la extensión del discurso, "Tenemos algo como un mes y medio para ensayarlo, el tiempo suficiente. Comenzarás memorizando una página al día. Eso quiere decir que en menos de dos semanas habrás terminado de memorizar todo el discurso. Durante aquel lapso te eximirás de las tareas escolares y de los pasos. De todos ellos, sin excepción. Ya he hablado personalmente con tus profesores al respecto, tanto los de chino como los de castellano. Después de tener memorizado el discurso comenzaremos el verdadero trabajo, que consiste en corregir y perfeccionar tu dicción. Tendrás que quedarte una hora más al término de las clases; Tienes algún inconveniente que te impida hacerlo?".

"Ninguno, sín-sán ", respondió obedientemente el chico. "Siempre y cuando mi padre me dé su aprobación".

Una sonrisa amplia y confiada apareció en el rostro colorado del Jefe de Departamento. "No creo que tu padre vaya a negarte el permiso", dijo. "Después de todo, ésta es una tarea patriótica y tu padre es, a no dudarlo, un patriota como todos nosotros, no es cierto?".
"Sin duda alguna", dijo el chico.

"Bueno", dijo satisfecho el señor Chen, dando por terminada la conversación. "Eso es todo. Comenzaremos mañana".

El chico se levantó para despedirse, pero el Jefe de Departamento, que se había acordado de repente de algo importante, le hizo un gesto para que volviera a sentarse. "Siéntate, Chiang Kei-Man". Se rascó la calva. Durante unos minutos ponderó si sería oportuno hablar ahora de la recompensa. El chico debía cumplir con su patriótico deber sin esperar recompensa alguna, pero si había una de por medio, no era malo tampoco que se lo dijese ahora. Después de todo, podría servir de aliciente para que no se sintiera abrumado por las tareas arduas de los días siguientes. "Vamos a recompensarte por tus sacrificios", dijo en tono afectuoso. Y explicó en qué consistía esa recompensa, "Después del discurso, irás como invitado especial al banquete que la Beneficencia dará la misma noche. Te aseguro que vas a comer esa noche como nunca lo has hecho antes en tu vida".

Chiang Kei-Man se puso en pie de nuevo.

"Llévate ahora el discurso y trata de echarle un vistazo", dijo el señor Chen, alcanzándole el texto. "Quiero que me des mañana tu opinión sobre él".

El chico puso ciudadosamente el discurso dentro de su pesada maleta de cuero, que contenía los textos y los cuadernos de por lo menos trece diferentes cursos, y se despidió respectuosamente. Salió del despacho del Jefe del Departamento de Chino, cruzó el patio central, ahora vacío, silencioso y gris como el resto del local, y salió a la calle. Sólo cuando estuvo fuera del Colegio sintió en toda su magnitud el peso abrumador de la tarea que le habían encomendado. El aspecto desolado y lúgubre del atardecer, que le dio la bienvenida afuera, lo deprimió aún más. Se encaminó hacia el paradero de su carro arrastrando prácticamente los pies, como si aquel peso y la masa de aquellas nubes grisáceas que colgaban sobre su cabeza lo estuviesen aplastando contra el mismo pavimento.

EL SEÑOR CHEN había sido maestro por más de veinte años. Aunque su puesto nominal era solamente el de Jefe del Departamento de Chino, era en realidad, por sus relaciones directas con los miembros del Directorio, el mandamás del Colegio. La directora oficialmente nominada, una señora de ascendencia italiana que gustaba de teñirse el pelo de rubio, ejercía una función puramente figurativa. El señor Chen era también el que organizaba, todos los años, las actuaciones del alumnado en las celebraciones principales de la Colonia, tales como el Día del Doble Diez y el Día de la Juventud. En todas aquellas actuaciones el señor Chen incluía infaliblemente un discurso en chino a cargo de un alumno. Por discreción, el Jefe del Departamento Chino no participaba nunca personalmente en las actuaciones, sino que se valía del discurso para hacerlo, razón por la cual éste tenía un significado especialísimo para él.

El señor Chen era además un maestro, sin ser extraordinario, muy competente. Conocía a fondo los clásicos como muy pocos; y hablaba tanto el mandarín como el cantonés. Las lecciones de chino las impartía, con muy buen criterio práctico, en el dialecto, sabiendo que nadie, o casi nadie de la Colonia se interesaba por el mandarín. Ejercía una disciplina casi espartana dentro de los límites del Colegio. Los castigos, cuando necesarios, eran severos pero siempre justos; y jamás se olvidaba de premiar a los alumnos más destacados y ejemplares al término de cada año escolar. En resumidas cuentas, el señor Chen era una persona de gran simpatía y un respetado mentor. Sólo una cosa venía a empañar ( o a acrecentar?) su reputación: el señor Chen era un anticomunista intransigente. El señor no podía referirse a los gobernantes de Pekín por otros nombres que no fueran "bandidos comunistas" o "usurpadores"; y cuando se refería al comunismo en general utilizaba invariablemente el término "azote rojo". Los discursos que escribía estaban plagados de tales expresiones, y de una u otra forma eran siempre ataques virulentos contra el comunismo, contra las naciones que habían escogido esa alternativa ideológica, y contra sus seguidores y simpatizantes. Y de esa índole eran precisamente todos los discursos que se pronunciaban en las celebraciones del Día del Doble Diez, por intermedio de los alumnos escogidos por él. Venidos de los labios de un adolescente -muchas veces ni siquiera un adolescente, sino un niño-, esos discursos solían producir un efecto extravagante. Tal efecto era acrecentado aún más por los gestos y ademanes grandilocuentes que el alumno encargado de hacer el discurso imprimía a sus palabras, y que el mismo señor Chen se había encargado de enseñárselos.

Durante todo el mes de setiembre y la primera semana de octubre, Chiang Kei-Man se quedaba todas las tardes, después de terminadas las clases, para recibir instrucciones de dicción del Jefe del Departamento de Chino y para practicar otros recursos de oratoria que éste le impartía pacientemente. Chiang Kei-Man demostró que por algo era el alumno más brillante de todo el Sam Men: logró memorizar el extenso texto del discurso en menos de dos semanas. Al principio, recitaba el discurso por partes, mientras el señor Chen le indicaba en qué palabra o frase debía poner más énfasis y en qué otra debía bajar la voz hasta adquirir el tono apropiado. Pero ya a fines de setiembre el chico podía recitar el discurso entero de un solo tirón, con la entonación adecuada y acompañando las palabras con sus correspondientes gestos o movimientos de manos. Para principios de octubre, el señor Chen pudo ya dedicarse por completo a los detalles menores, de carácter complementario. Días antes del gran acontecimiento, el señor Chen era el hombre más orgulloso, si no de toda Lima, al menos de toda la Colonia China de Lima: acababa de hacer un ensayo final en el local de la misma Beneficencia, y el chico se había comportado con asombrosa perfección y soltura. Al concluir el ensayo, dándose cuenta de que el chico se había quedado un poco ronco, el señor Chen le dio con la palma unos suaves golpes en la espalda y le aconsejó tomar diariamente un huevo crudo. "Eso te mantendrá la garganta fresca y fuerte", dijo en tono cariñoso y jovial.

EL DIA del doble Diez -el día diez de octubre-, el Barrio Chino amaneció con banderas chinas y peruanas ondeando en las astas de los negocios. Las banderas chinas eran de color rojo, con un recuadro azul en la esquina de la parte izquierda superior. Dentro del recuadro había un sol blanco de doce puntas: el escudo oficial del Kuomintang.

Las celebraciones en la Beneficencia había sido programadas para las tres y media de la tarde. A las dos y media, sin embargo, en el local del Colegio, los alumnos que tenían alguna participación en ellas habían empezado ya a ultimar febrilmente los detalles. Las chicas que debían integrar la Danza de los Abanícos estaban ya correctamente maquilladas y peinadas. Sólo les faltaba ponerse los largos trajes de colores llamativos, confeccionados hacía muchos años, y que habían servido antes a varias promociones para la interpretación del mismo número. En el patio del Colegio, que era a la vez el de la imprenta y redacción del Man Shing Po , el periódico chino, el profesor de música daba las últimas indicaciones al Coro, compuesto en su mayoría por párvulos de los primeros grados. Y en medio de este remolino de alumnos y profesores se paseaba el jefe del Departamento de Chino, apremiando a unos y otros. Miraba de rato en rato la entrada del local, esperando que Chiang Kei-Man, quien debía ser el primero, de entre todos los alumnos, en intervenir en los actos, hiciera su aparición por ella. A medida que transcurría el tiempo empezó a inquietarse y, al llegar la hora en que los alumnos debían partir hacia la Beneficencia y no aparecía por ningún lado el chico, decidió llamar por teléfono a su casa. Buscó al señor Yep, el profesor de Chiang Kei-Man, y le preguntó si conocía el número de teléfono de su pupilo. El profesor Yep buscó en su libreta de direcciones y números telefónicos, pero no encontró el número que le interesaba. "Me parece que los Chiang viven en La Punta y no tienen teléfono". Añadió inmediatamente, "Pero Chiang Kei-Man siempre ha sido un alumno responsable. No creo que vaya a faltar en una ocasión tan importante como ésta".

"No lo creo tampoco", replicó el señor Chen, "salvo, desde luego, que le haya ocurrido algún accidente. Probablemente se ha ido de frente a la Beneficencia". Pero el tono de voz del señor Chen carecía de convicción.

La delegación del colegio partió hacia la Beneficencia, que estaba a escasos metros de aquel, unos quince minutos antes de que el presidente de la Beneficencia diera por inauguradas las celebraciones. Luego de entonados los Himnos Nacionales, el presidente, un hombre corpulento que había permanecido en el puesto por más de diez años, empezó a leer un largo discurso ante un público que llenaba todo el salón principal, charlando todavía en voz audible y saludándose mutuamente, sin prestarle mayor atención.

Chiang Kei-Man seguía sin aparecer.

Cuando le tocó el turno al Embajador de dirigirse a los asistentes, el señor Chen se hallaba en un estado de franca desesperación, ya que el siguiente en hablar sería Chiang Kei-Man; y a juzgar por la expresión indulgente pero aburrida del público, que no entendía ni una palabra de lo que decía el representante de su Gobierno, quien hablaba en mandarín, el señor Chen se dio cuenta de que su discurso no tardaría en terminar. Fue entonces cuando oyó a alguien llamarlo por su nombre, " El señor Chen Hua?" Se volvió prestamente, esperanzado, hacía el lugar de donde provenía la voz. Un hombre maduro y delgado se iba acercando hacia él, abriendo pasos dificultosamente entre la muchedumbre que estaba de pie en los pasillos. "Soy el padre de Chiang Kei-Man", dijo el hombre, transpirando, en cuanto estuvo enfrente suyo. "Mi hijo no podrá venir ahora: le ha dado diarrea y vómitos". Los invitados especiales que estaban sentados en la primera fila, al lado del Jefe del Departamento de Chino, tuvieron por unos instantes la impresión de que éste se desmayaba. Por lo menos, vieron con claridad diáfana cómo la sangre desaparecía por completo de sus mejillas. Su cabeza calva se inclinó pesadamente hacia atrás y casi se dio contra la colilla aún encendida de alguien que fumaba en el asiento inmediatamente detrás suyo. El señor Chen tardó una eternidad en recuperar el aliento, y cuando finalmente lo hizo, tuvo el acierto de acercarse al maestro de ceremonias y pedirle que cancelase el discurso a cargo del representante del Colegio Chino.

LA MAÑANA de aquel mismo día, muy temprano, la madre de Chiang Kei-Man se despertó sobresaltada: desde la sala llegaba a sus oídos los ruidos producidos por alguien que buscaba frenéticamente algo entre los cajones de la cómoda. La buena mujer se vistió y salió a la sala para averiguar la causa del escándalo. Encontró a su hijo único, aún en pijama, apilando uno por uno los frascos de medicamentos sobre el mueble. " Qué es lo que quieres?" quiso saber la madre. El chico ni siquiera se volteó.

"Había ahí un frasco de aceite expelente de gas", dijo sin dejar de manipular los frascos. " Dónde está?".

"Está en mi dormitorio. Para qué lo quieres?"

El chico se volvió hacia su madre e hizo una elocuente mueca. "Me duele el estómago", dijo. "Debe ser por los huevos crudos que tomé anoche. Me tomé dos porque quería tener la voz en buenas condiciones para esta tarde".
El dolor de estómago del chico resultó ser algo más que un simple molestar pasajero. En toda la mañana Chiang Kei-Man no cesó de entrar y salir del baño, donde se encerraba cada vez por más tiempo. Durante el almuerzo apenas si comió, pues, según sostuvo, la comida le daba náuseas. Se le notaba preocupado por la posibilidad de no cumplir con su compromiso. "No sé qué haré", dijo visiblemente afligido, "si después del almuerzo no se me para la diarrea".

Y la diarrea no paró. Después del almuerzo, la condición del muchacho, en lugar de mejorar parecía todavía peor que antes. A las tres de la tarde el padre decidió ir a la Beneficencia en busca del Jefe del Departamento de Chino. El estado de salud del chico no permitía otra elección.

LAS SEIS de la tarde. Chiang Kei-Man está acostado en su cama, cubierto de pies a cabeza por una pesada frazada. Su madre acaba de obligarle a tomar un tazón lleno de un líquido oscuro. El brebaje era amargo como la misma hiel o incluso peor, pero ha conseguido lo que no pudieron los medicamentos de la medicina occidental: detener la diarrea que lo ha estado afectando. En efecto, el chico ha dejado de ir al baño desde hace una hora; ahora descansa tranquilo en su cama. Está algo agotado, no precisamente por las molestias que ha sufrido durante el día, pues en realidad no sufrió ninguna, sino por el enorme trabajo histriónico realizado, tan perfectamente llevado a cabo que en algunos momentos el chico sintió verdaderos remordimientos, al ver cuán realmente preocupados estaban sus padres. Ahora que ha dejado de actuar, se siente más aliviado. El dormitorio está en penumbra, pues las cortinas han sido corridas y el chico no se arriesga a encender la luz. Chiang Kei-Man ha cerrado los ojos, tratando de imaginar cómo el señor Chen habría reaccionado al enterarse de su "indisposición" y cómo se comportaría con él en los días por venir. Revisa por enésima vez su coartada y se complace de no encontrar en ella ninguna falla, ningún punto inconsistente. Su padre mismo había ido a hablar con el Jefe del Departamento de Chino: nada pudo ser más convincente ni más perfecto. Siente algo de remordimiento al pensar en el señor Chen, que siempre lo ha tratado con aprecio y afecto. Pero la culpa no ha sido mía, se dice a sí mismo; después de todo, nunca me ha dado la oportunidad de rehusar.

Nadie discute que el señor Chen sea una persona de amplios conocimientos y gran inteligencia, pero en algunas cosas suele ser bastante negligente. Al señor Chen, anticomunista recalcitrante, jamás se le ha ocurrido -siquiera remotamente- averiguar las inclinaciones políticas de su alumno favorito. Tal vez lo consideraba innecesario, pues difícilmente puede concebir que otro miembro de la Colonia pueda tener ideas políticas distintas a las suyas, menos aún si éste es apenas un chiquillo. Si le hubieran dicho que Chiang Kei-Man era un extremista precoz, un admirador incondicional de Mao Tse-Tung, y que hubiera hecho cualquier cosa con tal de no hacerles un favor a los Nacionalistas, como el pronunciar un virulento ataque a la Revolución China en el salón de actos de la Beneficencia, el señor Chen simplemente se habría negado a creerlo. Le hubiera parecido absurdo.

Chiang Kei-Man se ha dormido. En sus sueños ve gigantescas banderas rojas ondearse en el aire, agitadas por el gélido viento que desde el norte de la Muralla llega hasta la Plaza Tien An Men.

(Tomado de: http://www.what-is-art.com/).

[*] Nació en Chungshan, Kuangtung (China). Allí vivió hasta los seis años, pues su familia se trasladó a Hong Kong donde pasó los siguientes tres hasta emigrar a América y establecerse en el Perú. Cuando arribó a Lima no sabía una palabra de español. Sin embargo, se las arregló para familiarizarse con la nueva lengua y al concluir su educación primaria en el Colegio Chino "Diez de Octubre" pasó a la sección nocturna de la GUE Ricardo Bentín y luego a la vespertina del Colegio de Aplicación de San Marcos. Técnico en computación, se graduó en Contabilidad en la Universidad de San Marcos en 1978 aunque ya se había manifestado su interés por la creación literaria. Obtuvo una Mención Honrosa en el "Premio Copé 1981" con "Historia de dos viejos" y otra distinción similar en "El cuento de las 1,000 palabras" en su edición de 1983 por "Azucena". En 1985 volvió a emigrar con su familia a las islas Hawaii, donde reside actualmente. Pocos meses después de su partida apareció en Lima su primer libro de cuentos El Tramo Final. Tiene inédito otro conjunto de relatos ambientados en China titulado El Otro Ejército. Nota: este libro fue publicado en 1988 por el prestigioso Instituto Nacional de Cultura del Perú bajo el título de La Primera Espada del Imperio.