7 de octubre de 2023

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Y ESE CALOR TAN INSOPORTABLE

Cuento de Eduardo Pérsico (*).

22 de julio de 2007

Con aquella temperatura que al mediodía era un infierno, yo igual me desesperaba por volver a verla. Así que de la calle principal me desvié por una lonja de tierra y pasando una cuneta suave encontré el lugar donde ahora vive; una casa bastante linda para esa lejanía, al frente un jardincito prolijo y hasta bien pintado el enrejado de madera que dividía del interior. Y al vernos después de un año ella me pidió ‘por favor, volvé más tarde’; esperaba a un amigo, debía seguir su vida y luego de un abrazo liviano me volví al pueblo con una bronca demasiado dolorosa. Por el badén ví subir un Grand Trooper sin acoplado, una de esas máquinas impecables que allá arriba ocultan al chófer en la cabina, y de ahí hasta el pueblo nada más.

Era exagerado llamar pueblo a ese caserío cerca del mar, paradero de unos pocos viajantes apurados que ni servían para el comentario lugareño y algunos camioneros que entraban y salían por la ruta a Buenos Aires. Yo venía del sur, - de un asunto muy grande que resultó una migaja cuando el tesoro del Banco no se abrió- y no estar ni diez minutos junto a ella me hacía el más infeliz del mundo. Así anduve un largo rato las cuatro calles de ida y vuelta sin convicción de nada, y cuando en el boliche comía un sanguche llegó el único tipo de uniforme de por ahí y sin más protocolo que palparme de armas fingiendo conocerme, arregló mi partida con un camionero que iba saliendo. ‘Este amigo se va del pueblo ya mismo, llevalo’.

El cana me dejó sin alternativa y ni un centavo encima, mal momento, pero yo cruzaría la inmensidad pampeana junto a un chofer con el que tomamos una cerveza y ni bien subimos al pavimento entró a parlotear, inacabable. Justo me tocó un loco desaforado que manejaba cuidadoso, eso sí, pero aún me resuena su discurso mientras yo sentía hormigas en el estómago, el climatizador de la cabina venía malherido y a las tres de la tarde el camino era una fragua derritiendo metales. Un día en celo, matador, con ese fulano descifrando sin sosiego cada misterio del mundo y yo, que necesitaba recordar los cuatro meses junto a ella en Buenos Aires planeando una vida nueva que no pudimos, y que verla en esa soledad me había desgarrado el alma... Durante el trayecto yo solamente quería dormir, dormir, pero el tipo insistía en ilustrarme que en la cordillera todos los cerros se conocían por Nevado o Alto Nevado, repetía ‘en este país sobran nombres religiosos y eso muestra el poco ingenio de los fundadores’, y al fin en cada palabra de aquel guacho pensando de prepotencia sentía un insulto.

- De las cosas recién nos adueñamos si logramos darle un nombre. San Jorge, San Antonio, Santa María, San Rafael se repiten porque no supieron nombrar los lugares – dijo y yo me pregunté quién le habría escrito semejante libreto. El camino era una fragua gigante, los dos sudábamos como chivos y ese delirante me desafiaba a contar los lugares que se llamaran San Carlos, Santa Ana o San Vicente. ‘Porque si hombre y mujer no saben llamarse de buen modo, nunca lograrán retenerse juntos’, soltó por ahí y ¿qué sentido tenía eso? Sin descanso siguió pregonando sus huevadas con sentencias de cura viejo y cerca ya de sentirme culpable por haber bautizado mal algún sitio del planeta, se largó a magnificar su encuentro con una mujer ese mediodía. Algo indebido, que no corresponde.

Los Trooper parecen hoteles transitorios con espejitos hasta en el techo y por ahí ví reflejado un coche con tres muchachos lanzado por el camino. El tipo murmuró algo por tanta velocidad, una hora más adelante nos detuvimos cerca de un puente a darnos un remojón y con un ademán preciso guardó el carterín con los documentos bajo el asiento. Ninguno de los dos aguantaba más; el sol era un soplete perforando el aire y aquel río, - el San No Me Acuerdo- salía al mar tras una barranca donde el torrente se apuraba con fuerza. Amagué meterme ya mismo al agua pero como perro que se muerde la cola anduve dando vueltas para desvestirme detrás de una cinacina. Salieron de vuelo unos pajarracos cuando levanté una rama bien gruesa y el fulano, sin detener su examen del mundo, iba desnudo hacia la orilla contando la venta de armas en Sudamérica y la desocupación en Tanzania. Ahí afirmé bien fuerte la rama que de revoleo resultó un garrote contra la nuca. El cuerpo del charlatán ese hizo un chasquido que apagó la correntada y entonces retornó el chillido de los pájaros contra el sol del imbatible incendio.

En la cartera encontré los papeles del Grand Trooper y unos cuantos billetes de cien. Sin aflojar un grado el calor mantiene la ruta desolada; de a poco iré tomando el manejo y cuando refresque ya veré que hago.

(*). Eduardo Pérsico, narrador y ensayista, nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.